Un palo de hockey
Tom y yo hacemos el trayecto de vuelta en incómodo silencio. No o su resentimiento y su frustración, emanando de él en ráfagas intermitentes.
A agradezco que lo pague con la palanca de cambios del viejo Ford Fiesta en lugar de retorcerme el pescuezo.-Escucha, Tom... Como siempre, espera a que yo empiece a disculparme para atacar. Ha sido así desde que nos conocimos, hace ocho años, cuando ambos estábamos en el último curso de la universidad.
Acababan de morir mis padres, y yo intentaba ganarme un dinero extra para poder sacar adelante a Arthur reparando ordenadores. Él trataba su portátil exactamente igual que al Ford Fiesta - el mismo que tenía entonces-, así que necesitaba toda la ayuda que yo podía proporcionarle. Cuando terminé de arreglarlo, me dijo que no tenía dinero para pagarme, pero que me invitaba a una cerveza. Seis rondas después ya éramos amigos. A Tom le gustaba hablar sin cesar, y a mí que alguien llenase el silencio que me acompañaba a todos lados como una parte más de mi cuerpo.
Aunque ahora lo veo distinto, quizá.
Tom es todo lo que yo no soy: un torrente de energía sin destino, un anuncio sin producto. Al encontrarme a mí había encontrado dónde ir y qué vender y yo le había arrebatado eso.
-No, escúchame tú a mí -dice, tomando una curva a la derecha con un volantazo tan fuerte que me hace tambalearme-. Podría haber ido a un bufete importante, en lugar de aceptar trabajos de mierda aquí y allá, sin poder comprometerme realmente con nadie porque tenía que organizar esta empresa, llevar tus cuentas, hablar con los inversores. Vale, quizá no a uno de los grandes de verdad, pero podría estar en uno de segunda fila. Ahora tendría un buen sueldo y un coche con menos de veinte años. Sería socio antes de los cuarenta. Pero lo dejé todo aparcado por tu culpa, cabronazo. Me juraste que seríamos ricos.
Cambia de carril, sin poner el intermitente y deja el dedo pegado al claxon mientras adelanta a un coche que no va todo lo deprisa que él querría, que en el caso de Tom supone al menos diez kilómetros por encima del límite legal.
-¡Conduce por tu lado, imbécil! - grita al retrovisor-. Tampoco es que estuviese pidiendo demasiado. Me hubiese bastado con sacar rendimiento al tiempo que hemos estado trabajando en esto, y Myers era nuestra última oportunidad. Ahora no tenemos nada, estamos de deudas hasta las cejas. ¿Has pensado qué va a ser de Arthur dentro de unas semanas, cuando los de la residencia dejen de creerse que el cheque está en el correo? No me enfado con Tom por hablar de Arthur, porque Tom es de la familia, porque tiene razón y porque tengo miedo de que acabemos estrellándonos contra el quitamiedos al salir de la circunvalación si le pongo mala cara.
-Infinity nos ofrecía una salida, Simon. No era perfecta, claro que no, pero era una buena salida. Y tú lo has echado a perder.
El guardabarros trasero del Fiesta pasa a menos de tres centímetros de otro coche. El motor protesta como si estuviese a punto de estallar, y yo me agarro al asiento preguntándome si llegaremos vivos.
Cuando finalmente frena a dos manzanas de mi casa, yo suelto un suspiro de alivio mientras bajo del coche, pero Tom enseguida vuelve a ponerme un nudo en la garganta, esta vez de otra clase.
-¿Sabes lo que realmente me jode, Simon? -dice, inclinándose hacia la ventanilla del lado del copiloto-. Que tú nunca hablas. Siempre estás callado, en tu mundo, esperando a que los demás te saquemos las castañas del fuego, que averigüemos qué pasa dentro de tu cabeza. Llevo mucho tiempo animándote a que saques de dentro todo lo que tienes, a que te atrevas a gritarle al mundo a la cara lo mucho que vales. Y el día en que lo haces por primera vez es para estropearlo todo.
Se marcha con un chirrido de neumáticos, dejando una marca negra en el asfalto y otra en mi conciencia. Lo que yo había hecho no era justo con Tom, pero lo contrario no hubiese sido justo con LISA. Me gustaría explicarlo, tratar de arreglar las cosas con él, pero su Ford Fiesta ya es solo un punto al final de la calle.
El cielo se ha vuelto de un sucio gris pizarra a juego con mis pensamientos, y las farolas cobran vida cuando doblo hacia mi casa, una calle sin salida en el extremo del barrio. Llevo viviendo aquí toda la vida, aunque ahora ya no es la urbanización de clase media alta que era cuando mi madre, embarazada de mí, se fijó en ella. La crisis llevó a muchos a vender y marcharse de Chicago rumbo a Indiana o a Missouri, donde las propiedades son más baratas. El precio del metro cuadrado ha descendido drásticamente, y muchas de las casas están vacías, con las ventanas clavadas en un vano intento de que los adolescentes no se cuelen a beber, colocarse y meterse mano.
Veo a lo lejos unos cuantos jugando al hockey en el ensanche entre mi calle y la transversal. De ordinario no les prestaría atención, si no fuese porque una figura que camina muy derecha, con pasos cortos y apresurados, se mete en mitad del grupo. Uno de los adolescentes, un idiota más alto y más grande que los demás, vestido con una camiseta negra con una calavera estampada, levanta el palo para tirar a la portería improvisada con dos mochilas justo en ese instante. Tropieza con el recién llegado y está a punto de caer al suelo.
-¿Tú eres retrasado o qué?-pregunta Calavera, dándole un empujón.
-Pues sí, tío, ¿es que no lo ves? - dice otro, riéndose.
Forman un corro alrededor de él. Le tocan, le zarandean, se ríen de sus ojos oscuros y achinados, de su cara de luna, de sus dedos cortos. Él mira a su alrededor, asustado. Quiere que paren. Es Arthur.
-¿Qué te pasa, retrasado? -dice Calavera, cogiéndole del brazo-.
Flipas al ver a tanta gente lista, ¿no? -Se ha cagado en los pantalones, fijo -dice otro.
-¿Es verdad eso, retrasado? Arthur no contesta, solo mira hacia el suelo, sin entender nada.
-Vamos a comprobarlo -dice Calavera, echándole mano al cinturón-. A ver de qué color tiene los gayumbos el retrasado.
Arthur emite un gemido de protesta, inaudible para mí, que estoy recorriendo a grandes zancadas la calle, corriendo a socorrerle, maldiciéndome por ser tan lento y pesado. No necesito escucharlo, de todas formas. Llevo oyéndolo muchos años. Es un maullido sordo, profundo, desgarrador. Una petición de auxilio de un inocente indefenso, de alguien que no comprende la agresión porque en su corazón solo hay bondad. Hacer daño a un ser así es de una crueldad
inadmisible.
Irrumpo en mitad del círculo, apartando a los adolescentes a un lado.
No necesito ni siquiera usar los brazos, soy dos palmos más alto que ellos. Su líder, Calavera, ya es otra cosa. Debe de estar en último curso de instituto, mide metro ochenta y tiene espaldas grandes.
Uno de esos matones que se desarrolló muy pronto, descubrió un día que le gustaba que le tuviesen miedo y se hizo una corte de lacayos más débiles. Los veo en el par de segundos que me cuesta alcanzarle: el que le hace los deberes, el que le ríe las gracias, el que aspira a ser líder pero se conforma con ser el músculo. Cuando eres un perdedor como yo, aprendes a distinguir a tus enemigos, a evitarlos. Pero ahora están haciendo daño a Arthur.
Agarro a Calavera por el hombro, sin darle tiempo a reaccionar. Le quito el palo de las manos. Forcejea intentando recuperarlo, quitárseme de encima. Es grande y fuerte. Yo lo soy más.
Le arrojo al suelo, de espaldas.
Intenta incorporarse, pero yo agarro el palo por el mango recubierto de plástico, antes blanco y ahora grisáceo por el sudor y la mugre, y apoyo el cabezal contra su barbilla.
-Trisomía del par 21. Eso es lo que tiene Arthur. Sus genes tienen un cromosoma más. Él no lo ha elegido, igual que tú no has elegido ser rubio.
Repítelo, quiero estar seguro de que te lo aprendes bien. Trisomía del par 21.
Calavera me mira con los ojos desorbitados. No está acostumbrado a perder. Se lleva la mano a la cara, tratando de quitarse el extremo del palo del mentón. Yo aprieto más.
-¿Estás loco, tío? ¡Me haces daño! No aguanto ninguno de los nombres políticamente correctos que le pone la gente: Síndrome de Down. Disminuido psíquico. Especial. Y si se te ocurre decir en voz alta alguno de los insultos habituales -retrasado, mongolo, subnormal-, lo más probable es que te parta la cara. No soy una persona violenta, pero nadie insulta a mi hermano.
Nunca.
-No sé si estoy loco -digo, apretando un poco más el palo contra su boca-. Quizás. Por ahora soy el que está a punto de hacer que te tragues tus propios dientes si no obedeces.
Calavera mira alrededor. Todos sus amigos le están observando, y no está dispuesto a perder su estatus de macho alfa. Intenta zafarse gateando hacia atrás, en una postura muy poco digna de un líder, pero yo le piso el orde de sus pantalones de rapero y cae de culo, despellejándose los codos.
-¡Joder! Vuelvo a ponerle el palo en la boca, asegurándome de que el borde afilado le apriete el labio inferior contra la encía.
-Trisomía del par 21. Eso es lo que tiene Arthur. Repítelo.-¡Trisomía del par 21! ¡Trisomía del par 21! ¡Ya está! ¡¿Contento?! Cojo el palo de hockey con las dos manos -un palo grueso, de buena madera de roble- y lo parto contra la rodilla derecha con un crujido seco y violento. Me duele una barbaridad, pero me aguanto. Vale la pena con tal de ver sus caras de terror. Esos chavales prácticamente han venido al mundo con uno de estos palos bajo el brazo, y saben que para romperlo hace falta una fuerza descomunal. -Ahora sí -digo, arrojando los restos del palo encima de Calavera- Largaos de aquí.
Los chavales rompen el círculo que se había formado alrededor de nosotros y salen de estampida. Calavera va el último, y cuando está a una distancia segura se da la vuelta para gritarme. -¡Cuando te pille te mato, cabrón! Yo le ignoro, me vuelvo hacia Arthur y tiendo los brazos hacia él. Al principio le cuesta un poco, sigue muerto de miedo. Me mira, se tira de la manga derecha con la mano izquierda, da un paso hacia un lado, luego hacia otro. Yo no le apremio, no hago ningún movimiento brusco que pueda asustarle más. Finalmente cede y viene a buscar consuelo, me abraza, entierra la cabeza en mi pecho y se echa a llorar. -Me han empujado, Simon. -Ya lo sé, Arthur.