Una mancha
Vuelvo a la cama, pero Irina no está.
Ha ido a dormir a su habitación, y no me extraña. Ahora no sería apropiado continuar con la actividad que interrumpió la policía. Pese a la frustración que siente un porcentaje de mi cuerpo, el resto está tan agotado que impide que ceda al onanismo, y me dejo caer en la cama envuelto en el edredón.
Permanezco inconsciente durante un par de horas antes de que el móvil y los problemas en la oficina me saquen del pozo de brea en el que me había hundido y me devuelvan a la dolorosa, soñolienta realidad.
Cuando estoy listo para salir, la puerta de la habitación de Irina sigue cerrada. Voy de puntillas, con los zapatos en la mano, escaleras abajo, para no molestarla. Me calzo en el salón y estoy a punto de salir para la oficina cuando la frase final de Freeman vuelve a mi cabeza.
Dígale a su prometida que lleve el coche al taller. Pierde demasiado aceite.
Aceite en el garaje.
Voy al garaje, tratando de no apresurarme y enciendo la luz tirando del cordel de la bombilla. La caja que yo había colocado ocultando la mancha de sangre no está en el mismo sitio donde la puse, sino un metro más atrás.
Y donde estaba la mancha de sangre del tamaño de un huevo frito, ahora hay una mancha de aceite del tamaño de una sartén, con un reguero que lleva hasta los bajos del coche de Irina.
Seguro que los polis sueñan toda la vida con soltar una frase en plan Colombo. El genio de Freeman lo logró ayer sin darse cuenta, pienso.
Cualquiera podría pensar que aquella era una mancha normal, producto de un cárter defectuoso. Cualquiera que ignorelas más elementales leyes de la física y no sepa que los líquidos no suelen ir cuesta arriba, claro.
El garaje está ligeramente inclinado en dirección contraria, y a no ser que anoche la gravedad se estropease un rato, la única explicación es que alguien haya vertido unas gotas de aceite sobre la sangre y luego simulado un reguero que conduce hasta el coche de Irina para engañarnos, a mí y a nuestras queridas fuerzas del orden.
Alguien.
De camino llamo a Arthur por teléfono para ver cómo está y para intentar calmarme, pero ni siquiera él logra ponerme de buen humor.
Cuando llego a la oficina, Marcia está esperándome en mi despacho. Me suelta una disculpa poco sincera sobre lo que pasó anoche, y yo agito la mano para que se olvide del tema. Tengo la broca de una Black and Decker taladrándome el hueso parietal, y tres cápsulas de ibuprofeno no han servido para apaciguarla. No estoy para convenciones sociales.
Marcia intenta abordar los asuntos del día con profesionalidad, aunque sus recelos siguen presentes en lo que no trae más que en las palabras. Falta el café de Starbucks con el que siempre aparece, el sándwich a medio comer que suele acabarse en mi despacho y la conversación intrascendente, falta su perfume, pues se ha sentado medio metro más lejos de lo habitual.
Yo estoy en condiciones de aportar poco a LISA hoy, y solo sugiero algunos procedimientos para mejorar sus procesos de aprendizaje que ya habían surgido en otras reuniones. Marcia capta rápido que está todo en sus manos y se marcha del despacho, no sin cierto alivio por salir de mi sospechoso radio de acción, pero cabreada por lo que conlleva. Quedan menos de veinticuatro horas hasta la prueba de campo, y todo apunta a que no vamos a conseguir el porcentaje de aciertos del setenta y cuatro por ciento exigido por el contrato con Infinity. Ahora mismo estamos once puntos por debajo, en nuestras mejores simulaciones.