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Unos padres

No puedo creer que Tom esté muerto.

No puedo creer nada de lo que estoy viviendo, en realidad Todo lo que sucede a mi alrededor parece ficción, como una película pésimamente iluminada, de esas rodadas para televisión hechas deprisa y corriendo en vídeo digital. Con actores malos y pésimas líneas de diálogo, y un guion tan predecible como una de esas pinturas para niños en las que hay que unir los puntos para que salga una figura.

Salgo de la sala de interrogatorios con los sentidos hipersensibles, como siempre que me altero y mi fobia social toma el control de mi hipotálamo.

Quiero correr, marcharme de este lugar, regresar a un sitio seguro, pero la energía que me ha permitido dejar plantados a los detectives se me acaba de golpe, como si hubiesen quitado un fusible. Docenas de detalles irrelevantes se agolpan en mi cerebro, reclamando atención inmediata.

Apoyo la mano en la pared, tratando de serenarme, intentando absorberlo todo y normalizar el paisaje para lograr alcanzar la salida.

La comisaría es un lugar tosco y ajetreado en el que flota un aroma de lejía y desinfectante, en un vano intento de enmascarar un millón de otros olores desagradables: el sudor amargo de los policías, la comida basura sobre las mesas y el dulzor mareante de la colonia de las prostitutas esposadas a los escritorios. La máquina de café, una enorme impresora y el tono de llamada de los teléfonos compiten por ver cuál de los tres hace el ruido más desagradable, y todos pierden ante el repiqueteo de una taladradora que viene desde la calle. La tarde es calurosa y el sol que entra por las ventanas recalienta el linóleo del suelo y dibuja sombras marcadas sobre los rostros y los objetos, acentuando la infelicidad opresiva del ambiente. No hay risas, ni bromas, ni ningún rasgo de humanidad al que poder aferrarse, en el que anclar la distancia irónica que me sirve de salvavidas en el día a día. Las fotos familiares que hay sobre las mesas de los detectives están tapadas por carpetas rebosantes de documentos, a las que mi imaginación asigna la categoría de archivos de crímenes terribles. También podrían ser multas de tráfico, pero en mi estado actual todo me parece amenazador, peligroso o perteneciente al universo paralelo en el que suceden las cosas que lees en los periódicos. Yo no debería estar en aquí, Tom no debería estar muerto, nada de todo esto debería estar sucediendo. Pero no es la primera vez, ¿verdad, Simon? Ya ha ocurrido antes. Ya has bloqueado recuerdos como estos. El día en que murió mamá. La voz dentro de mi cabeza intenta evocar las imágenes de lo que pasó, pero no se lo permito. Nunca pienso en el día en que murió mamá, nunca pienso en El Accidente. En la policía en el salón de casa, en Arthur llorando sin comprender nada de lo que pasaba, en la sangre que me goteaba de la herida en la frente, a pesar del vendaje, empapando la moqueta.

Pero los detectives lo saben. Saben lo que ocurrió aquel día. Habrán leído el informe de El Accidente, que guardarán en algún archivador, en una de esas horribles carpetas marrones sujetas con gomas verdes. El informe policial, aséptico y riguroso, sobre Caroline Sax, ama de casa, llevada al suicidio por los malos tratos de su marido borracho, que tras descubrir su cuerpo cayó por las escaleras y se rompió el cuello, a pesar de que su hijo pequeño intentó impedirlo. Un informe que puede ser interpretado con una luz distinta, reescribiendo las conclusiones, a raíz de lo ocurrido a Tom; volviéndome sospechoso de un crimen que no he cometido.

Los detectives Freeman y Ramírez salen de la sala de interrogatorios. Me ven allí, apoyado en la pared, y no dicen nada. Solo me observan durante unos segundos. Freeman en especial. Tiene la mandíbula firme y unos ojos duros e inteligentes.

-¿Está bien, Simon? -dice Freeman, desabrochándose la chaqueta de su traje de tres piezas color gris marengo con una mano, mientras con la otra se ajusta las gafas. Un gesto refinado, artificialmente elegante, en consonancia con supersonaje de negro suave homosexual. No tengo nada contra los negros suaves homosexuales. Si tuviera amigos, algunos de los mejores serían negros suaves homosexuales. Pero resulta que el único amigo que tengo está en el depósito de cadáveres, y el único negro suave homosexual que conozco cree que lo he matado yo.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora