Un final
Es mucho más difícil mentirle a Arthur cuando los disparos empiezan.
-¿Qué es eso? Estoy agotado, y mi cerebro no es capaz de producir ninguna excusa razonable. Un disparo dentro de tu casa no suena como si hubiese sido en la tele.
Un disparo dentro de tu casa hace temblar las paredes y se queda vibrando en tu diafragma bastante después de que el sonido se haya extinguido. No hay manera de mentirle a tu hermano acerca de un disparo en tu casa.
Hay más. Uno de ellos astilla el suelo de madera bajo nuestros pies, aunque la bala no llega a atravesarlo, y Arthur viene corriendo a abrazarme en la oscuridad. Yo me agarro a él -a mi hermano mayor, con su alma de niño eterno-, intentando pensar en una salida. Pasan los minutos, y no encuentro ninguna. Siento más rabia que miedo.
Cuando las barreras que has levantado para proteger tu existencia y las de los que quieres caen, cuando la fragilidad de la vida y lo simple que es perderla se desvela ante tus ojos, el universo se transforma en un lugar injusto y atroz del que, al igual que esta habitación, no hay forma de escapar.
-Simon, dime qué pasa.
No queda más que la verdad.
-Hay tipos malos en casa. Tenemos que evitarlos.
Me doy cuenta de que Arthur está llorando. Abrazarle me causa un terrible dolor en el hombro izquierdo, pero si de esa forma consigo aliviar un poco su miedo, es un precio que estoy dispuesto a pagar.
-Esbirros -dice Arthur, sorbiendo los mocos por la nariz-. Los tipos malos se llaman esbirros.
No soy capaz de identificar en qué película ha oído esta palabra. ¿Dr. No? ¿Desde Rusia con amor? Mi mente se empeña en escapar por esa vía -la vía sencilla, perenne, por la que me he evadido siempre de la incomodidad de ser Simon Sax, a través de experiencias vicarias-, hasta que un suceso inesperado la devuelve a la realidad.
Una de las lamas se ha levantado un poco a consecuencia del disparo de antes. Del hueco brota una voluta de humo denso y grisáceo, que a la luz tenue que entra por la ventana se vuelve plateado.
Me separo un poco de Arthur y me inclino a tocar el suelo. La madera está muy caliente. Creo que la cocina -la habitación justo debajo de nosotros- está ardiendo. Y es una casa muy vieja, seca como la yesca.
Tenemos problemas graves.
-Arthur, escúchame. Tenemos que salir de aquí. Ponte detrás de mí. Cógete a mi cinturón, y vamos a bajar las escaleras. Cuando yo te diga, sal corriendo hacia la puerta. ¿Me has entendido? Mi hermano niega con la cabeza. Sé que me ha entendido. Pero está muy asustado.
-Arthur, yo también tengo miedo.
Me mira, abriendo mucho los ojos.
Él, que siempre se ha apoyado en mí para que le proteja, que me ha visto como la fuerza inmutable que evita que el mundo le haga daño, no concibe lo que acaba de escuchar.
-¿Simon tiene miedo? Siempre tengo miedo. Siempre lo he tenido y siempre lo tendré. Pero quedarse quieto no va a solucionar nada. Nunca lo hace.
-Sí, Arthur. Simon tiene miedo.
Me mira y endereza un poco los hombros. Se pasa una mano por la cabeza, prematuramente asolada por la calvicie, y luego me pone una mano en el pecho, se pone de puntillas y me da un beso en la mejilla.
-No te preocupes, hermanito. Yo estoy contigo.
No puede terminar la frase, porque la tos se lo impide. La habitación está ahora llena de un humo espeso, y no me atrevo a abrir la ventana porque eso podría crear una corriente de aire que haría que el fuego se expandiera más deprisa.
Toco el pomo de la puerta primero, por si acaso. Dicen -uno de los Baldwin en Llamaradas, no recuerdo qué Baldwin, todos me parecen iguales - que no hay que abrir la puerta si el pomo está muy caliente. Parece normal.
Más tranquilo, la abro, y tan pronto salgo al pasillo una masa oscura me alcanza en el pómulo y me arroja al suelo en una bendita, sorprendente negrura.
Primero escucho las voces. Están gritando en un idioma que no comprendo. No es asunto mío, es lo primero que pienso. Callaos y dejadme dormir.
Luego el dolor en la boca me recuerda que alguien me ha golpeado con algo muy duro. El del hombro, que he sido acuchillado. Y el humo, que estoy en una casa en llamas.
Hay algo en mi boca. Duro. Dientes.
Los trago.
Tengo que nadar a la superficie, desde el fondo de un lago de aguas cenagosas. Cuando logro abrir los ojos, veo a mi hermano. Boris le sujeta por el cuello. Apunta una pistola a su cabeza.
Ambos están de espaldas a la pared, junto a la barandilla que se abre sobre el salón.
Boris grita hacia las escaleras. Desde abajo, entre el fragor del fuego que ya sube por la pared -devorando el papel pintado de flores- llega la voz de Irina.
Débil.
Todo vuelve a ocurrir.
De nuevo, mi padre regresa a casa de madrugada, borracho, apestando a alcohol y a perfume barato. De nuevo, sube a su habitación y encuentra la puerta del baño cerrada. De nuevo, echa abajo la puerta y encuentra a mi madre muerta en la bañera. De nuevo, cruza el pasillo, saca a Arthur de la cama y le alza sobre la barandilla, golpeándole en el estómago con el puño cerrado.
-Tú la has matado, monstruo idiota.
Tú la has matado, engendro -dice, de nuevo, mi padre. El alcohólico, el maltratador. No debes llamarlo El Accidente, Simon. No lo fue, me dijo la psicóloga a la que fui una vez. Yo no quise seguir con ella. No permito que nadie me hable de Arthur. No permito que nadie me hable de lo que pasó.
Pero no fue un accidente.
Me pongo en pie, me acerco a Arthur.
Boris sigue gritando y dispara hacia las escaleras. Doy otro paso más hacia él.
Solo uno más. Que no se dé cuenta. Pero lo hace. Y se gira. Y con él, el arma.
Solo que ya no es Boris. Es, de nuevo, mi padre.
Te maté una vez, y volvería a hacerlo, cabrón.
De nuevo, le golpeo en la cara. De nuevo, le arrebato a Arthur de las manos -al que empujo hacia el pasillo, donde cae desmadejado, llorando.
No llores, hermanito.
Boris alza la pistola, pero yo no le doy tiempo. A mi padre solo hizo falta empujarle con todas mis fuerzas y la barandilla se rompió. Pero luego la cambiamos por una nueva, y no puedo fiarme de esta madera. Necesitaré cien kilos extra para hacer el trabajo.
Corro hacia él y le abrazo. Noto su cuerpo luchando contra el mío, pero no logra impedir que la barandilla se rompa. Después los dos nos precipitamos hacia el vacío que se abre sobre el salón en llamas.
Cierro los ojos mientras caigo, pero ya no tengo miedo. Oigo un choque y un crujido violento.
No siento dolor.
Boris está muy quieto debajo de mi cuerpo. Antes de hundirme de nuevo en la negrura, escucho la voz de Irina llamándome a gritos, y más lejos, las sirenas aullando hacia nosotros.
Ahora venís, ¿no?