Una nube
La voz de Freeman resuena en mi cabeza: El teléfono de Tom Wilson no ha aparecido, señor Sax. Es algo que me ha estado royendo el cerebro desde que lo supe, como una operación matemática que tienes que resolver sin tener todos los números.
¿Le quitaron el móvil, que no valdría ni cien dólares, y no le quitaron el dinero de la cartera? ¿Qué sentido tiene? He estado abordando este problema de manera incorrecta. Partía de la premisa de que Tom fue la víctima de un mal encuentro, una de esas estupideces aleatorias que de vez en cuando nos regala el universo. Que lo sucedido no tenía nada que ver con él, y por descontado conmigo.
Pero no ha sido hasta que he escuchado a ese ruso chiflado que he comprendido algo que no se me había ocurrido antes. Es increíble la de información que guardamos sin ser conscientes de ello.
El teléfono de Tom no desapareció por su valor intrínseco, sino por lo que había dentro de él. La policía ya habrá accedido a sus emails y a sus llamadas de teléfono, supongo que es un procedimiento normal en estos casos. Pero están buscando en el lugar equivocado.
Cuando llego a la oficina, es ya media tarde. Marcia me ve llegar por el pasillo y se levanta, con el enfado pintado en el rostro como un grafiti de colores vivos. —¿Se puede saber dónde estabas? ¿Sabes la cantidad de horas que hemos perdido? ¿Eres consciente de lo que va a pasar aquí mañana por la tarde? —me dice, casi gritando. Nunca la había visto así.
—Marcia, ha ocurrido algo. Yo... Se acerca más y me pone un dedo en el pecho. —No sé si recuerdas lo que nos estamos jugando aquí, Simon. Lo que te juegas tú, lo que me juego yo. Si no tienes respeto a eso, al menos ten consideración al trabajo de estos chicos que se han dejado la piel durante meses. ¡Meses! Podríamos haber ido mucho más deprisa sin tus normas de seguridad, que todos acatamos porque era tu proyecto, tu bebé. Y ahora estás metiendo a tu bebé en una maleta y arrojándolo al puto lago Michigan, Simon. —Marcia, escúchame, yo... —Ella hace un esfuerzo por frenar y me mira, apretando los labios. Intento hablar, intento explicarle, pero las palabras se niegan a salir de mis labios. —¿Qué? ¿Qué tengo que escuchar? ¿Ya has decidido rendirte? ¿Es eso? No entiendo qué es lo que te está ocurriendo, no has sido el mismo desde hace semanas, desde que... —se detiene, no quiero que lo diga, no quiero que la mencione, porque yo también lo sé, porque el dolor que produce la verdad es tan agudo que dedicamos una vida entera a evitarlo. Si hay un producto que gana al sexo como el más vendido de la historia es el conjunto completo de sucedáneos, la infinita variedad de lenitivos de la verdad que compramos en todas sus formas. Lo saben los políticos, los sacerdotes, los curanderos, los dueños de los casinos y los publicistas. Los humanos queremos vivir en la mentira, refugiarnos entre sus cálidas paredes edificadas sobre arena, y somos capaces de matar para evitar que nos saquen de la protección que nos ofrecen. Pagamos por la esperanza de obtener libertad, vida eterna, remedio contra el cáncer, tres cerezas en la máquina tragaperras y abdominales perfectos —sin esfuerzo, con solo cinco minutos al día!—. Cuando caen las lluvias, se precipitan los torrentes y soplan los vientos que derrumban la mentira, entonces... nos buscamos otra.
—Lo siento, Marcia —digo, cogiendo uno de los postits verde manzana que tiene sobre su mesa, y garabateando una combinación de dieciocho caracteres. Se la alargo—. Ten, coge esto.
Ella lo mira como si le estuviese enseñando una serpiente de cascabel.
—¿Qué es eso? —Es la contraseña de super administrador del entorno operativo de LISA. Con ella podrás acceder al código fuente e incorporar las mejoras que queráis. Úsalo con precaución, ¿vale?
—¿Me lo das así, sin más? Respiro hondo. —Tal y como estamos, mañana LISA será propiedad de Infinity. Si alguno de los empleados es un topo de Zachary Myers y decide sabotearnos o quedarse con el código, solo adelantará lo inevitable unas horas. Merece la pena intentarlo.