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Una partida

Ya es de noche cuando llego a casa.

El último lugar del mundo en el que quiero estar.

Nadie se ha dado cuenta en la oficina de que me marchaba, seguían enfrascados en el algoritmo de LISA.

Medité seriamente unirme a ellos y quedarme toda la noche trabajando, pero no me vi capaz de estar rodeado de más personas. Lo que siento, una mezcla de miedo, vergüenza, asco, rabia y tristeza, es como una presencia sólida enganchada en mi hombro, como un puma que hubiese saltado sobre mi espalda y empezado a devorar trozos selectos del interior de mi pecho. No creo que aguantase cinco minutos de conversación con Marcia o Janet sin vomitarles encima. Gracias, fobia social, por no permitirme buscar refugio en la manada.

Pensé en marcharme a dormir a un hotel, pero poco a poco la rabia había ido ganando a la cobardía. Aquella mujer había hecho que me enamorase de ella con sus palabras, se había abierto un hueco en mi corazón, me había dicho que me quería. Y todo era mentira. 

Decidí regresar a casa y enfrentarme a Irina, decirle que sabía lo que había pasado aquella noche, que sabía por qué había robado el móvil de Tom, pero que yo había sido más listo que ella. Imaginé todo esto mientras conducía, sintiéndome lleno de justa indignación.

Quería que me diese explicaciones, quería saber qué demonios estaba haciendo fuera del trabajo cuando se  suponía que tenía que estar en el Foley's, y qué demonios tenía que ver ella con el tal Boris Moglievich. Quería ver su expresión cuando se diese cuenta de que su vida estaba en mis manos, de que con solo entregarle el vídeo a la policía, ella iría a prisión. Quería verla llorar, suplicar, humillarse. Quería que en su rostro se dibujase la incredulidad y luego el pánico ante lo inevitable.

Toda la valentía y la resolución se esfuma como la estela de un cohete en el cielo, todos los propósitos quedan ahuyentados en cuanto la puerta del coche se cierra y estoy a cuarenta pasos de casa. Según recorro cada uno de ellos fantaseo con una posibilidad completamente distinta, y es vivir de espaldas a lo que sé, ignorar lo que he descubierto y seguir adelante con Irina.

El miedo tiene muchas facetas, y la amenaza que ella supone ocupa el tercer lugar en el podio. La medalla de plata la gana la obligación de hacer algo.

Hablar con ella se me antoja imposible.

Si hay días en los que me resulta complicado entrar en una cafetería y pedir un capuchino con doble de canela, entrar en casa y decirle a la persona con la que vivo que sé que es una asesina, que sé que todo lo que hemos estado viviendo juntos es mentira, me resulta intolerable. En este momento me odio a mí mismo más de lo que me he odiado nunca, y no solo por mi reluctancia, sino por el primer lugar en la lista de mis miedos, la medalla de oro, el número uno en los grandes éxitos que me mantienen en vela por la noche: el temor a morir solo sin haber sentido nunca el amor verdadero, la certeza de que la vida ha merecido la pena porque hubo alguien a mi lado para quien yo era lo más importante. Y por horrible e irracional que pueda parecer, el peligro de vivir con la persona responsable de la muerte de mi mejor amigo se me antoja de pronto más llevadero que la alternativa.

Los pasos hasta la entrada se terminan, y la puerta se alza ahora como la única barrera entre lo que debo hacer y lo que preferiría hacer para evitarlo.

Solo tengo que meter la llave en la cerradura, girarla y dar un paso dentro.

Luego la gravedad hará su trabajo y el peso de la información que cargo acabará cayendo en la dirección apropiada.

Es fácil.

Por alguna razón, sin embargo, mi cuerpo da dos pasos en dirección contraria y ya maneja otras posibles soluciones, como salir corriendo o ir directamente a la policía, que es lo que debería haber hecho desde un principio.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora