Silencio

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Silencio es lo único que escuchaba Renoir desde su ataúd a varios metros bajo tierra. Algunas veces ese silencio era interrumpido por el crepitar de la madera de arce o por algún animal que pasaba cerca cavando un túnel. Igualmente el silencio inundaba todo durante la mayor parte del tiempo. Renoir llevaba ya varias décadas muerto, y varias veces se preguntaba por qué aunque estuviese muerto y no pudiese hacer nada, tuviese consciencia, eso no se acercaba para nada a la inmortalidad que habían soñado algunas civilizaciones, todo lo contrario, más bien era como una condena. El mero hecho de poder pensar hacía que se desquiciase por no poderse mover y, una vez se daba por vencido en sus intentos por moverse, su cabeza daba vueltas alrededor de cosas intrascendentes pero que, en cierta manera, le recordaban cuando estaba vivo, y eso hacía que perdiese la cabeza, si es que podía perderla estando muerto.

Algunas veces su cabeza giraba en torno a cómo había muerto... y aún creía sentir escalofríos. Esa mañana todos los periódicos de la ciudad habían puesto en sus titulares su muerte. Algunos gritaban “¡Muerte terrorífica en el Campanario Seville!”, otros afirmaban de forma más seria “Asesinato a sangre fría en el Campanario”, mientras que otros, de forma más apocalíptica cantaban “La ira de los puros se hace con otra víctima”. 

Cinco días antes, Renoir era un hombre feliz y malvado, pero feliz. Se dedicaba a alquilar pisos a personas pobres a precios que al principio eran asequibles para sus maltrechos bolsillos pero que, llegados a un punto, llegaban a ser exorbitantes. Los inquilinos se veían obligados a endeudarse y deber favores, favores que podían ser terribles. Renoir era odiado de todas las formas posibles.

Esa noche Renoir acababa de echar de una casa a una familia con dos hijos pequeños. Había podido ganar bastante dinero con esa familia y no se arrepentía de haber dejado en la ruina a esa familia; no era su problema preocuparse por los demás. Así que se fue a la cama contento por la sustanciosa cantidad de dinero que había ganado.

El reloj de pared tocó tres veces, el búho que se posaba sobre el alféizar de su ventana ululó como nunca lo había hecho, un gato erizó el lomo y se escondió apresuradamente entre dos carruajes; el ambiente que se estaba formando precedía los apoteósicos acontecimientos que se iban a cometer esa noche.

Al principio sonó como un tintineo, un repiqueteo en la lejanía, un breve murmullo. Ese ligero sonido fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un alboroto: una multitud de personas, todas con capuchas negras, sosteniendo antorchas, sonriendo de forma macabra.

Renoir se despertó sobresaltado, y lo primero que hizo fue comprobar que su dinero no había sido robado. De repente, la puerta principal de su casa voló por los aires: la habían echado abajo. Muchos pies inquietos subieron la escalera que llevaba al dormitorio de Renoir de forma apresurada. Y entonces, se hizo el silencio. Renoir respiró de forma profunda una última vez antes que la puerta de su dormitorio fuese derribada. Lo que sucedió a continuación ocurrió muy deprisa, como el fulgor de una cerilla. Entre varios hombres lo cogieron por sus extremidades y otro le sujetó la boca para que no la pudiese cerrar, mientras tanto otro se dedicaba a hacerle beber una sustancia pegajosa de aspecto visceral. Sintió náuseas, miedo y fuertes mareos, pero acabó bebiendo todo lo que le daban. En cuanto acabó de bebérselo entró otro hombre en la habitación; éste llevaba unos alicates en las manos.

-       N… Noo, noo p-p-porfa v-vor… ¡Alejad esos alicates de mí! – Balbuceó de forma lastimosa.

El hombre que sujetaba los alicates se acercó hasta sus manos, y como si lo hubiese hecho toda la vida, empezó a cercenar sus dedos uno por uno. Lo peor de todo es que lo hacía poco a poco, cortando cada falange por orden, aumentando el dolor y la agonía de forma sustancial. Renoir experimentó un dolor nunca antes sufrido, además no le dejaban desmayarse y lo obligaban a mirar; observaba con ojos desorbitados como los dedos de sus manos iban desapareciendo, dejando solo una especie de muñón sangriento.

Cuando acabaron con sus manos, el hombre de los alicates dejó paso a otro. Éste trajo una vela. Renoir no se explicaba qué iban a hacer. Intentó liberarse sacudiendo sus lastimosas extremidades, pero no servía de nada, ya que lo tenían bien sujeto. El hombre se aproximó hasta su cara y le puso un aparato que le mantenía los ojos abiertos. Entonces dejó caer una gota de cera en su frente que al hacer contacto con su piel se enfrió y endureció, dejando una ligera quemadura donde había impactado. A la gota inicial le siguieron muchas más, y estas iban resbalando poco a poco, acercándose peligrosamente a sus ojos. Al final  la cera empezó a escurrirse por sus ojos, quemándolos y dejando ciego a Renoir de una forma muy lenta y dolorosa. Los gritos llenaron la sala, pero todos los que estaban allí no sufrían, es más, sonreían.

Renoir empezó a suplicar que lo mataran, pero a las torturas iniciales le siguieron muchas más, dejándolo sin lengua, dientes, y unas horribles marcas en todo el cuerpo hechas con un hierro candente. Y lo peor de todo es que no se podía desmayar porque la sustancia que había bebido inicialmente lo mantenía alerta.

En un estado deplorable, entre unos cuantos encapuchados, finalmente levantaron a Renoir y lo llevaron en volandas al Campanario Seville. Aún quedaban varias horas hasta que saliese el sol. Lo subieron hasta arriba del campanario, donde estaba situada la maquinaria del reloj. Cogieron una cuerda y la pasaron alrededor del cuello de Renoir, y el otro extremo lo ataron en la manecilla de los minutos, que en ese momento marcaba las cinco en punto. Cuando ésta marcase las cinco y media, la cuerda se tensaría y Renoir caería, rompiéndose el cuello o, si tenía peor suerte, ahogándose.

Así pues, la muchedumbre encapuchada, cuando lo tuvieron todo listo, dejaron solo a Renoir solo en el campanario. Para ellos había sido una espléndida noche.

Renoir mientras tanto, abotargado por el dolor, no podía pensar en nada. Simplemente dejaba escurrir sus últimos minutos de vida. Finalmente el momento llegó y Renoir cayó. No se rompió el cuello, así que poco a poco, fue notando como el aire marchaba de sus pulmones para no volver nunca más.

Ahora, en su tumba, se arrepentía de muchas de las cosas que había hecho en vida; pero a cambio de sus lamentos lo único que obtenía era silencio.

Terror a media nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora