Tren de Niebla

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Neil Patricks, la personificación de la mediocridad, 43 años, alto y con un cierto sobrepeso; tímido a más no poder, cobarde y asustadizo. Quién podía pensar que un simple tren se convertiría en su peor pesadilla.

Esa mañana, Neil se levantó de buen humor, raro en él, se preparó un buen desayuno y se dispuso a coger el primer tren hacia su trabajo. El andén estaba silencioso como todas las mañanas, a la hora que él cogía el tren no solía haber más de una persona o dos. Ese día había un poco de niebla, aunque eso era bastante frecuente en su ciudad, lo raro es que la niebla le producía una sensación de incomodidad, como si algo lo oprimiese, haciéndolo sentir indefenso. El tren silbó en la lejanía, anunciando su llegada inminente a la estación. Neil se puso en pie y cogió el maletín que llevaba, acercándose a las vías. De repente, alguien o algo golpeó con todas sus fuerzas la cabeza de Neil, dejándolo sin sentido. Al cabo de un rato se despertó sobresaltado en uno de los asientos del tren. Por un momento pensó que lo había soñado todo, pero el reguero de sangre seca que cubría su mejilla y el espantoso dolor de cabeza decían lo contrario. Se levantó un tanto desorientado, preguntándose quién demonios querría hacerle daño. Empezó a andar a través de los vagones hacia la cabina del conductor, pero se paró de golpe, pálido, como si hubiese visto un cadáver; se había dado cuenta que no había nadie... ¡NADIE! ¿Cómo podía ser? De acuerdo que en su estación solo lo cogiesen él y un par de personas más, pero, ¿Y la gente de las otras estaciones? Entonces el pánico empezó a devorarlo centímetro a centímetro, y su cuerpo le pedía a gritos que corriese tanto como pudiese. Y así lo hizo, albergando la esperanza de encontrarse a alguna persona más en aquel extraño tren. No tardó ni cinco minutos en cansarse de buscar, no obstante, entrecerrando los ojos pudo percibir que en el siguiente vagón había alguien sentado. Sin pensárselo reanudó su carrera y abrió la puerta del siguiente vagón con nerviosismo. El hombre (pudo aventurar Neils) estaba de espaldas a él y llevaba una gabardina y un sombrero alado, como si fuese de los años cuarenta. Se apresuró a acercarse a él, entre jadeos y dando gracias a Dios de haber encontrado a alguien; pero entonces toda su esperanza se esfumó: el hombre con gabardina era un maniquí. Al principio simplemente se decepcionó profundamente y se sentó en uno de los asientos a llorar, pero a medida que pasaba el tiempo, la presencia del maniquí empezó a incomodarlo. Parecía que lo observase, que lo escrutase minuciosamente, que pudiera ver su alma. Un escalofrió recorrió toda su espalda, aún así se auto convenció que sus miedos eran una tontería sin lógica, pero entonces, el maniquí se levantó, haciendo que Neils se cayese del asiento. Éste se acercó a Neils y le tendió la mano, incluso le pareció que sonreía bajo su inexpresivo rostro. Neils no sabía qué hacer, así pues le dio la mano al maniquí, y éste reaccionando al contacto se la estrechó efusivamente. A continuación sacó un cuchillo de la nada y con la otra mano, como si fuese lo más natural del mundo lo apuñaló repetidas veces. Neils con los ojos abiertos como platos simplemente pudo escupir sangre y caer de bruces.

El tiempo parecía que se hubiese detenido o que en realidad hubiesen pasado varios días, simplemente Neils no podía saberlo de lo desorientado que estaba. Aún así se levantó del asiento en el que se encontraba, sin un rasguño por las puñaladas. Ya empezaba a pensar que por culpa del golpe en la estación, su cabeza le hacía imaginar cosas inexistentes, pero un pequeño reguero de sangre seca en su mejilla, el insoportable dolor de cabeza y ver la figura del maniquí en el siguiente vagón le hicieron darse cuenta de todo: nunca saldría de allí, estaba condenado a correr y morir eternamente en ese tren, a repetir esa dura condena hasta la saciedad.

Terror a media nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora