El comisario Arias se montó en el carro sin
contener su enfado. «¡Burócratas! Me resisto a un
argumento administrativo para excusar el maltrato
o la muerte de un niño».
Ya tenía que dirigirse al aeropuerto para su
regreso a Guanare, pero antes le pidió al amigo
taxista hacer una parada en un restaurante llamado
El Caney de Felo, ubicado en el sector Los
Robles. Existía la información de que en ese lugar
Anney había agredido al niño con un tenedor,
rompiéndole el labio.
El comisario calculaba: el defensor vio al niño
a finales de marzo y no tenía marca en el labio —
solo en uno de sus cachetes— y cuando se
mudaron a su último lugar de residencia en
Margarita, terminando el mes de mayo, sí la tenía;
allí estaba el lapso donde habría ocurrido la
agresión en el restaurante.
El lugar El Caney de Felo, espacioso para
pasarla en familia, tenía un área extensa al aire
libre donde, por ser domingo, los niños
correteaban libremente. Inevitable que Arias
imaginara a Dayan. Los comensales se mostraban
alegres y compartían con entusiasmo. Un grupo
musical animaba la velada vespertina. La agresión
al niño era recordada por varios de los
trabajadores.
—Se sentaron en esa mesa —precisa uno de
los mesoneros, señalando la parte central del local
—, era día de semana, no había mucha gente.
Serían como las 3 y media de la tarde.
—Eran dos mujeres y el niño —recordó otro
miembro del personal que se sumó a la
conversación—, una de ellas es la que está
detenida, la bajita que han identificado como
Anney. La otra no se me parece a la mamá, a
Gellinot, a quien describen como alta; esta que
acompañaba a Anney, era tan bajita como ella.
—A Dayan lo sentaron en una de esas sillas de
niños que se fijan a la mesa. De ahí no se podía
mover —continúa el mesonero—. La molestia de
ellas era que el niño no quería comer, creo que era
carne el plato que habían pedido. Se resistía a lo
que ellas le daban, y, como el niño cerraba con
fuerza la boca, Anney se la rompió con un tenedor.
El personal se alarmó porque empezó a sangrar
mucho.
—La criatura ni siquiera podía agarrar los