—Hasta ahora no —acusó José—. Pero allí
hay que precisar qué ocurrió, porque la secretaria
de ese colegio es Valentina, la mamá de Anney. Y
ella ayudó en la sinvergüenzura de ocultar los
maltratos.
—Tengo una amiga que asiste a las reuniones
de esa iglesia —dijo Mariana—. Valentina
siempre se daba golpes de pecho, juraba ser muy
creyente. Solía contar allí que su marido la
golpeaba y que por eso lo había echado de la casa.
También relataba que su hija era muy rebelde.
—¡Ah! ¡Pero a que no confesaba lo que le
hacían al niño! —expresó molesta Elisa.
—Quién sabe. Ahora todo el mundo va a negar
tener conocimiento de lo que le hacían a Dayan —
precisó con tino Francisco.
—Sergio, y tú que vivías en la misma zona,
¿los vecinos qué comentan? ¿No notaron nada? —
increpó Elisa.
—Esta mañana me tropecé con uno de ellos,
con Rafael. Era un solo lamento. Me asegura que
nunca escuchó un grito, un llanto, nada. Solo le
extraña que casi nunca veía al niño —respondió
Sergio.
—¡Qué raro! —dijo con suspicacia Elisa—.
Esas casas son pequeñas y muy pegadas. Todo se
escucha.
—Tal vez por eso la cara de pesadumbre —
reflexionó Sergio—, es como si los vecinos
hubiesen sospechado que algo malo estaba
ocurriendo, sin nunca imaginar que el final sería la
muerte del niño.
—Nadie hizo nada —indicó Joaquín.
—No hicimos nada —sentenció Elisa
afincándose en el «no».
Tres días antes de la muerte de Dayan, Gellinot
regresó a Margarita muy contenta porque había
encontrado «perfectamente bien» a su hijo. «Solo
tenía un morado aquí (en la frente), en la cabeza
unos puntos, y lo de la mano», manifestó ante el
tribunal. En Guanare no había llevado a su hijo
adonde la abuela Rosa. Lo dejó nuevamente en las
manos de Anney, quien, apenas Gellinot se
marchó, intensificó su actividad social.
Es así que el 28 de noviembre Anney asistió a
un animado encuentro en casa de Yusbelia
Colmenares, en el barrio Victoria, callejón No II.
Fue con su amiga Eylen Alexandra Martínez Díaz,