Nos quedamos afuera, y los
funcionarios: «acompáñennos a la delegación del
CICPC. ¿Ella trasladó al niño?», le preguntan. «Sí,
ella lo trajo en la camioneta», digo yo. Nos fuimos
a la comisaría, y a los 15 minutos me alerta un
funcionario: «Mateo te van a ir a allanar la casa».
Agarré mi camioneta y corrí para allá. Cuando
llego ya están ellos en el sitio y les digo a la fiscal
y al comisario: ¿Por qué coño están allanando mi
casa? Me atajan, «cálmese». El comisario me
pregunta: «¿Usted porta arma de fuego, la tiene
aquí en la casa, o algo?». Le digo, «hermano, me
voy a calmar porque aquí no tengo nada ilícito lo
que haya ilícito me lo ponen en acta, me hace el
favor». Buscaron los testigos y voltearon la casa
patas pa'bajo. La casa de mis hijas. Cuando la
voltean toda, me dicen: «venga para que firme el
acta, no conseguimos nada, no hay evidencia de
nada».
A través de las redes sociales y la mensajería,
se hablaba de la presencia de Mateo en la clínica.
Trascendió la escena en la que regañó a Doris,
ordenándole que se callara. Lo recuerdan a él,
tomando el control de la situación; quienes
estuvieron en los últimos momentos de vida de
Dayan, refieren a una enfermera preguntándole si
era su padre, y Mateo respondiendo que sí.
Después él negó haberlo hecho.
Mateo y el poder para salvar a Doris, y eventualmente al resto de los imputados, era una
de las preocupaciones del pueblo, cuando se fue
congregando ese lunes en la mañana para vigilar,
para asegurarse de que nadie interfiriera en la
justicia.
El pueblo tenía su versión de la realidad.
Abundaba información sobre los detenidos. La
relación entre ellos había quedado dibujada en un
grupo denominado «Mujeres de Ambiente»,
constituido por homosexuales, la mayoría del sexo
femenino, que se reunían para la realización de
fiestas, con consumo eventual de licor y droga. A
ese grupo la población le atribuía la presencia de
personajes variados: intelectuales, policías,
jueces, médicos, hasta el hijo de un gobernador, y
finalmente los detenidos: Anney, su tía Doris,
Gellinot —la mamá de Dayan— y Yuré, el
enfermero. Solo Valentina del Carmen Oropeza, la
madre de Anney, era excluida de su participación
del desenfreno social. Sin embargo, a Valentina la
gente la culpaba por parecer inocente: «porque
con su sumiso proceder, y su fidelidad religiosa,
engañó al pueblo, haciendo creer que era una
mujer buena, cuando en realidad había permitido
que en su casa se torturara a Dayan, y había sido
cómplice en tratar de ocultarlo», repetían.
Visitantes de otras regiones comenzaron a
sumarse a los habitantes de Guanare. Los más
jóvenes se apostaban a la entrada del pueblo y
llevaban a los curiosos en sus bicicletas —cual
gira turística— hasta las casas de Anney y Doris,
que ya habían sido saqueadas. «¿Dónde torturaron
a Dayan?», preguntaban. Mentalistas, religiosos,
vengadores populares, aspirantes de fortuna,
asumían que entraban a la casa del horror, a un
santuario, o a un lugar sobrenatural. Se llevaban
pedazos de tela, de vidrio, restos de madera, como
si fuesen objetos de colección. Si en alguno de
ellos veían una marca que pareciese sangre, el
hallazgo podía ser disputado, aunque las
diferencias eran manejadas con discreción. En los
espacios donde presumían que el niño había
sufrido más, se guardaba un espontáneo silencio;
algunos rezaban. Lo que suponían propiedad de
Anney o Doris, lo escupían, lo destrozaban, lo
trituraban. Se corrió el rumor de que en la casa de
Doris estaba oculta una caja fuerte. Para
encontrarla trataron de cavar hasta bajo la piscina.
Durante semanas, las viviendas en las que estuvo
Dayan fueron objeto de culto y de morbo. Guías
espontáneos narraban historias, describían cada
recoveco. La ruta la acompañaban unos perros
callejeros, que parecían haber asumido la función
de resguardar los lugares, lo cual sumaba algo de
misterio, en especial si era de noche. Las
viviendas fueron marcadas con grafitis, selladas
con insultos cargados de rabia, impregnados de
dolor.