Capítulo Décimo Cuarto (narrado por Val)

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A veces me gustaba observar los álbumes de fotos de la época en la que mis padres estaban esperando mi llegada. Me gustaba mirar cada foto con detenimiento e imaginarme cómo sería la vida si mi madre estuviese aquí. Según lo que me había explicado mi padre, los Xior adoptaban la forma física que nosotros queríamos, es decir, cada persona los veía de diferente manera. Por ejemplo, yo, cuando veía una foto de mi madre de joven, veía a una mujer de ojos castaños y cabello negro rizado. Mi padre, por su parte, la veía rubia de ojos celestes.

   Sí, lo sé, qué loco.

   La cuestión es que esa noche yo me encontraba imaginando una vida paralela a la que llevaba ahora, cuando de pronto alguien tocó el timbre de nuestro diminuto apartamento.

   -¡¿Puedes ir a abrir, Osvaldo?! ¿O tampoco puedes hacer eso?-me gritó mi padre desde el baño.

  Con un suspiro, me levanté y me dirigí a la puerta. Cuando la abrí, me quedé boquiabierto de la sorpresa.

  -¿Puedo entrar?-me preguntó Luisa, con los ojos rojos. Se notaba que había estado llorando. Llevaba puestos unos vaqueros, unas zapatillas de deporte, una camiseta y una sudadera. Estaba vestida de manera adecuada para una noche agradable de primavera, pero no para una fría de invierno.

   -Pues claro, pasa, tía.- me hice a un lado y la dejé entrar.

  Apenas cruzó el umbral de la puerta, percibí una maleta roja, que sostenía firmemente Luisa.
 
    -¿Y éso?-le pregunté, cerrando la puerta.

Luisa suspiró y me miró fijamente a los ojos. En su rostro se podía leer claramente el cansancio y la tristeza que sentía.

   -Es una larga historia, Osvaldo.-respondió, suavemente.

   Me sobresalté al escucharla pronunciar mi nombre. ¿Cómo lo habría averiguado?

   <<¿Es que tú eres tonto?>> pensé. <<Es obvio que ha leído tu mente y averiguado sobre tu vida.>>

  -Pero tengo tiempo, mi querida Luisa.- dije, y la dirigí a mi habitación.

  Cuando llegamos a ésta, Luisa me contó todo lo que le había ocurrido desde el día previo a su transformación. Y ahí comprendí la razón de su visita, y de la tristeza en su semblante.

   -Yo... no puedo pasar ni un minuto más en mi casa. De todas formas, ¿qué sentido tiene? Si ella no nos quiere, ni a mis hermanos ni a mí, ¿qué sentido tiene quedarse?-dijo Luisa, con los ojos llenos de lágrimas.

   Le puse un mechón de pelo que salía de su trenza detrás de la oreja. Luego, para que se sintiera mejor, le tomé el muñón con una de mis manos.

   -Te ayudaré, tú tranquila.-susurré.-Te puedes quedar aquí o puedes quedarte con Marina, como tú quieras.

   Luisa parecía embobada.

  Me miró por unos minutos, para luego responder:

  -Llama a Marina.
 
  

 

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