INTRODUCCIÓN | Desconocido

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DESCONOCIDO

Todo a mí alrededor parece estar flotando sobre el aire, incluso mi cuerpo. No recuerdo con exactitud en qué momento tomé consciencia, sólo sé que estoy completamente segura de una sola cosa. Nada más. Dejo que mis manos se aferren a algo sin saber qué es y cierro los ojos. Cualquier cosa es mejor que volver a ver esa cara horrible que en este exacto momento se está acercando a mí.

Lentamente. Paso a paso. Sin detenerse.

Mis manos están amarradas a ambos lados de mi cuerpo, y éste está a su vez sujeto a una camilla. Un fuerte dolor atraviesa mi pecho y, sumida en la oscuridad, soy capaz de sentir hasta los latidos de mi corazón. Incluso mi respiración. Y el hecho de estar sintiéndolo sólo consigue implantar en mí el mismo sentimiento de siempre: miedo. Angustia. Temor.

Una voz masculina se hace oír. Es grave y está cargada de tensión.

—Uno de mis poetas favoritos es Edgar Allan Poe, ¿sabes?—deja que el agonizante silencio se instale mientras se aleja, marcando sus pasos, siendo completamente consciente de que yo los estoy oyendo—. Y una de sus frases que más entiendo es...

—Da igual—susurro, sin fuerzas. A pesar del hilo de voz casi inaudible que he empleado, la voz deja de hablar, como si fuese una orden—. No quiero saberlo.

La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia—cita la voz, empleando un tono algo más cortante—. ¿Crees que estoy loco?

Trago saliva. Diversas respuestas cruzan por mi mente al instante. Y con ellas vienen los recuerdos. Mi corazón comienza a acelerarse cuando la viva imagen de una persona se cruza por mi mente, aunque esta vez, tengo un mal presentimiento sobre la misma. Como si todo fuese su culpa. Como si fuese mala. Aunque algo me grita que no me ha hecho daño, sino todo lo contrario, que hasta ha intentado salvarme infinita cantidad de veces.

Sigo convencida de que no es así. No puede ser real. Yo tengo que odiarlo.

—No—respondo, intentando alejar ese pensamiento que sólo consigue cargar más angustia a mi espalda—. No lo estás.

Oigo una risita, aunque a diferencia de otros sonidos, ésta parece traer consigo algo hiriente.

—Dices que no estoy loco—tira la voz, esta vez, cargada de furia. Comienza a ser más potente—, pero he tenido la inteligencia suficiente como para tenerte aquí otra vez.

Mis nudillos gritan cuando los obligo a cerrarse con más fuerza. Todo mi cuerpo entra en tensión al oír que los pasos comienzan a acercarse. Tienen un ritmo confundiblemente constante y lento, y cada vez está más cerca. Como si fuese un reloj. El tiempo. Es todo cuestión de él, aunque a veces consiga olvidarlo por completo.

—¿Me has traído a la vida, Richard?—mis ojos se abren de repente, incapaz de soportarlo. Lo tengo justo frente a mí, aunque está en silla de ruedas. Ese detalle consigue inquietarme, aunque no es lo más relevante en este mismo instante—. ¿Tú y quiénes más que tú?

Sus ojos destellan furia. Está bastante lejos de mí pero de todas formas soy capaz de ver el arma que lleva guardada en el bolsillo, junto al sedante. Richard no sonríe, se limita a observarme con detenimiento y algo más que enojo. Es posible que sea cariño. Un extraño tipo del mismo, pero que ahí está, tan presente como inalcanzable.

—Puedo matarte otra vez si es necesario—grita esta vez, observándome a los ojos. No soy capaz de entablar contacto visual con él, así que desvío la mirada a sus espaldas, encontrándome allí con mi reflejo. Mis cabellos de color oscuro están quedando completamente blancos, y mi piel está pálida. Mi cuerpo está más delgado de lo que recordaba y allí, en ese espejo, simplemente veo a una persona completamente diferente a lo que yo creía ser. Richard continúa hablando—. Podría hacerlo mil veces más y esas mil veces volver a traerte a la vida.

Se echa hacia adelante. No puedo evitar mirarlo. Con una de sus manos, toma el sedante, y se abalanza sobre mí. Abrazado así a mis piernas, tirándome hacia abajo sin tirarme realmente, comienzo a gritar, desesperada. No puedo soportar que me toque. No puedo soportar que haga conmigo lo que está haciendo, como siempre ha hecho, incluso cuando me mató.

Eleva una de sus manos y clava la aguja en mi cuello. Todo se desvanece sobre mí, tornándose oscuro al instante. Sólo soy capaz de oír su desagradable risa desde lo lejos, como si se estuviese alejando. Pero no dejo de gritar, de intentar patalear, de querer acabar con su vida.

—Si no quieres cooperar tú misma, lo harás sin ser consciente, Perrie.

De repente, los lazos que siempre me ataban me sueltan, y no puedo hacer más que dejarme caer.

AlevosíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora