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Cuando el auto tomó la carretera que llevaba a Key Biscayne Eva se enderezó en su asiento. ¿Por qué venían aquí?, se preguntó. Esta era la isla donde vivían los ricos y famosos. Cualquier casa aquí valía cientos de miles de dólares, y hasta varios millones. ¿Debían visitar a alguien primero?

Luego miró el auto en el que iban, y pensó en la habitación en la que había estado en la clínica.

Miró de reojo al esposo. ¿Era rico?

¿Se había casado por dinero?

No. Ni a sus dieciocho era tan tonta, pensó.

Sin embargo, su corazón no se tranquilizó, y cuando llegó a una preciosa casa de dos pisos, de techos altos y muros de cristal, flanqueada por dos altísimas palmeras, de verdad empezó a hiperventilar.

Era una casa preciosa, la combinación perfecta entre el blanco de las paredes, el verde del césped y las palmeras, y el azul del cielo despejado.

Y de pie, en el camino que conducía a la casa, estaba Amanda.

Al verla, sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡Al fin alguien! Y caminó aceleradamente a ella con los brazos extendidos.

A medida que se iba acercando, notó que era la misma Amanda que recordaba. Amanda no corrió hacia ella extendiendo también sus brazos, pero ella nunca perdía el glamour de esa manera, aunque sí recibió su abrazo y la estrechó entre los suyos. Eva lloró en su hombro sintiéndose un poco tonta, pero feliz. Si Amanda estaba aquí, tenía alguien con quien hablar de lo que le estaba pasando y ya no estaba tan sola. Tal vez ella le explicara un montón de cosas que no entendía.

-¡Tú también tienes treinta años! –exclamó con risa nerviosa sin soltarla.

-Gracias por recordármelo –contestó Amanda y Eva no supo identificar si lo decía en serio o era una simple broma. La miró fijamente por unos instantes, pero como ella no agregó nada, prefirió pensar que era una broma y se echó a reír.

También había cambios en Amanda, pero no había dejado de ser la alta y guapa mujer de cabello rubio que amaba los accesorios y la ropa un poco ajustada.

-Tenemos tanto que hablar –le susurró-. ¡Todo esto es una locura! ¡No entiendo nada! ¡Me dicen que incluso me casé! ¡Y con alguien que no conozco! –alguien carraspeó tras ella, y fue cuando cayó en cuenta de que alguien más la abrazaba.

No era un adulto. Eran dos niños que le rodeaban las piernas impidiéndole moverse y tenían elevadas sus caritas a ella.

Se separó de Amanda y los miró. Eran dos niños de algunos siete y cinco años. El pequeñito tenía el cabello castaño bastante claro y los ojos verdes, piel blanca y las mejillas como la piel de un melocotón, y el otro... Ah, el otro era precioso, de tez trigueña y cabellos oscuros, pestañas rizadas y algo muy especial en sus ojos: uno era de color café muy claro, y el otro gris.

No parecía ser un defecto, parecía el toque divino que hacía especial a este niño. Ambos eran guapos, y la miraban con una felicidad absoluta, extasiados, aunque en el mayor había un poco de aprensión.

-¿Quiénes son? –preguntó en voz baja con su corazón vibrando enloquecido en su pecho.

-Son nuestros hijos –dijo el esposo, y Eva sintió que algo estallaba dentro de ella.

-Sí, son míos –dijo antes de que pudiera contener las palabras, y los tomó a ambos y los atrajo a su pecho, sintiendo algo increíble que la hacía querer llorar, saltar, reír, todo al tiempo. Besó las mejillas de cada uno, y el más pequeño dijo:

Yo NO te olvidaré®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora