Dos

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Un grito desgarrador brotó de sus labios cuando el asfalto quemó la piel de sus brazos. El cuero viejo y barato de la chaqueta se había roto, dejando su piel a merced del dolor. Dando vueltas sin poder parar, pensó en todo aquello que había hecho mal. Pensó en cualquier cosa que la hubiera podido condenar a tan cruel destino. Sin embargo, ella seguía girando sin poder averiguar la razón de su mala suerte. No pudo evitar oír los alaridos de dolor de los demás corredores que, como ella, habían caído. Tampoco pudo obviar el olor a carne quemada, carne humana.

De repente, su cuerpo impactó con fuerza contra el muro. Cassandra volvió a gritar una última vez antes de cerrar los ojos y esperar a que el dolor cesara. En su mente, las imágenes de la carrera volvían a la vida una y otra vez para descubrir qué era aquello que le había hecho perder el control de la moto. No había ningún oponente delante de ella ni a sus lados. ¿Qué era aquello que la había empujado hasta hacerla derrapar y caer? ¿Qué era aquella fuerza que había conseguido abatir a todos los corredores? No lo sabía, tampoco podía pensar en ello. No cuando sentía su alma escapar poco a poco por cada poro de su piel; cuando sentía cómo la vida se escurría entre sus dedos.

—¡Cas! Reacciona, joder. ¡No me hagas esto, pedazo de mierda! —dos manos se posaron en sus hombros para sacudir su cuerpo con desesperación.

La voz de Sergio sonaba lejana y distorsionada, pero aun así era mejor que escuchar aquella voz que tanto la había perseguido en sus sueños. Después, los brazos bajaron hasta sus rodillas para alzarla. Cas abrió un poco los ojos y con una sonrisa perezosa dijo:

—Tú eres el pedazo de mierda aquí.

Sergio sonrió y ella pudo jurar que vio el arrepentimiento nadando en sus ojos. Él negó con la cabeza y camino tan rápido como pudo hasta su coche. Las sirenas de la pasma se oían cada vez más cera y no podía darse el lujo de pasar una noche más en el calabozo de la vieja comisaría de la ciudad. Tampoco podía permitir dejarla en manos de alguien en quien no confiaba. Él se preocupaba por ella tanto o incluso más de lo que hacía por sí mismo, pero eso era algo que Sergio jamás admitiría. Y menos a alguien como ella.

Abrió la puerta del coche y dejó su cuerpo extremadamente delgado en el asiento del copiloto. Más tarde, corrió hacia el otro lado y arrancó el vehículo. Encendió la radio y dejó que el rock inundase el pequeño espacio. Cada pocos minutos, y cada vez que su conducción temeraria le permitía, miraba el retrovisor con la esperanza de que nadie les siguiese. La noche había tenido demasiada emoción para alguien tan tranquilo como ella.

Sergio Petrov era un hombre peligroso. Era frío y calculador, demasiado inteligente y perspicaz. Tenía los ojos casi tan claros como el hielo y el pelo tan oscuro como su pasado. Era un hombre de negocios, acostumbrado a la mala vida y el dolor. En su día a día podía ver la muerte. La sentía, la vivía. Muchos decían que era un demonio, otros decían que era un ángel caído. Se equivocaban. Sergio no era más que un hombre preocupado, alguien cansado de ver la desgracia a su alrededor y no poder hacer nada por evitar el sufrimiento de otros.

—Quiero ir a bailar —murmuró Cassandra tan suave que le costó unos segundos entender lo que decía.

—Hoy no, campeona. Esta noche voy a curarte las heridas. Estás hecha un asco, luego preguntas por qué no tienes novio.

Sergio sonrió cuando sus labios rojos se fruncieron en un claro gesto de indignación. Amaba verla enfadada. Amaba verla sonreír. Amaba verla. La amaba, pero a su manera.

—Yo no tendré novio —respondió—, pero tú mañana tampoco tendrás coche.

Él la miro confuso mientras Cassandra se inclinaba hacia delante. Entonces, frenó en seco mitad de la carretera. Siempre la definió como una caja de sorpresas, como alguien imprevisible. Pero manchar el asiento de su coche con sangre no entraba en la lista de cosas increíbles que Cas podía hacer.

Enfadado más consigo mismo que con ella, siguió su camino hasta llegar al gran edificio de ladrillo en el que había alquilado un apartamento. Quiso gritar de frustración cuando la cogió en brazos y vio el cuero blanco totalmente manchado. No le molestaba el estado de su coche. Al fin y al cabo lo había robado tres días antes. Le preocupaba ver tanta sangre en el asiento. Cuando la vio tirada en la carretera, en aquella extraña postura, se esperó lo peor. No obstante, aunque estaba mejor de lo que cualquier otro corredor estaba, le preocupaba la gravedad de sus heridas.

Sin embargo, lo que le preocupaba a Cassandra en aquel momento eran los gatos. Los gatitos gordos y blanditos de su vecina. Quizás la razón de aquel pensamiento tan espontáneo era el traumatismo en su cabeza, pero nada de eso importaba cuando Simba y Leo podían enfadarse con ella por no acariciarles demasiado.

—Voy a quitarte la ropa, nada sexual, ya sabes.

Cassandra asintió mientras intentaba levantar sus brazos temblorosos por encima de su cabeza. Varias lágrimas se escaparon de sus ojos cuando Sergio le quitó con demasiada poca delicadeza lo que quedaba de su pantalón. Lo escuchó tomar un par de respiraciones profundas antes de susurrarle al oído que todo iba a estar bien, que tampoco era para tanto, que era una nenaza. Y es que realmente Cas lo era. Era una niña todavía, quería ser una niña por una vez en su vida. Todo había pasado muy rápido, todo había durado tan poco que parecía no haber existido nunca. Sin embargo, lo había hecho, y por eso dolía.

Gotas frías de alcohol rodaron por la piel de su espalda mientras surcaban sus cicatrices. Esta vez las heridas eran peores, pero a diferencia de aquella noche, las sentía. No eran grandes ni demasiado llamativas. Simplemente eran dos finas líneas paralelas que adornaban la piel de su espalda. Cassandra no se avergonzaba de ellas, no se avergonzaba de su cuerpo. Ella era así, segura de sí misma. Creía que cada cuerpo era bonito, cada persona era bella de distinta manera. Otro de los motivos por lo que no le daba vergüenza enseñar su piel era el hecho de que eran una prueba de valentía y superación. Eran el testimonio de su supervivencia.

—No volverás a una carrera de ningún tipo en tu vida —empezó a decir Sergio—. Vas a descansar aquí mientras yo hago un par de llamadas y le parto la cara a Alex.

Así, sin saber cómo había llegado, se encontró tumbada en la cama de Sergio, quien la arropó con sumo cuidado y le dejó un vaso de agua junto con unas pastillas y un delicioso trozo de pastel en la mesilla de noche. No tuvo tiempo ni de agradecerle antes de que oyera cómo la puerta del apartamento se cerraba con fuerza.

Entonces, se desplomó sobre el colchón y acaricio con las yemas de sus dedos la suavidad de las sábanas de seda de la cama. Cerró los ojos y esperó poder conciliar el sueño rápido; pero como muchas noches, tan solo consiguió volver a la misma pesadilla de siempre.

Volvió a aquella vieja iglesia en la que la ataban a la cruz. Volvió a sentir las cuerdas clavarse en la piel de sus muñecas ensangrentadas. La voz de aquellos hombres retumbaba en sus oídos mientras el dolor corría libre por sus venas.

—In aeternum —decían mientras ella suplicaba clemencia.

No sabía que había hecho mal, pero siempre la castigaban. Siempre acababa de la misma forma, herida y abandonada sobre la madera rancia del suelo de la iglesia mientras ellos reían y proclamaban haber hecho un gran trabajo con ella. Cada noche Cassandra se adentraba en una pesadilla sin fin. Cassandra vivía una y otra vez aquel dolor y desesperación como si lo que ocurriese fuera real. Como si realmente lo hubiera vivido.

Pero cada amanecer ella despertaba con sudor frío empapando las sábanas y la respiración atascada en su garganta. Y aquella vez no fue la excepción.

¡Buenas! Aquí está el segundo capítulo, espero que os haya gustado :)

1)¿Creéis que el sueño de Cassandra es en realidad un recuerdo o un premonición?

2)¿Qué creéis que ocurrió en la carrera?

3)Si pudierais cambiar algo del mundo, ¿qué sería?

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