Once

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Sus hombros aún temblaban cuando Sergio le trajo una taza humeante de tila. De sus ojos todavía caían lágrimas cada vez que recordaba el miedo y la desesperación que había sentido. Los guardias habían entrado en la habitación riéndose y bromeando entre ellos sobre lo que harían con ella. El primer golpe fue inesperado, los demás no, pero eran igualmente dolorosos. Entre súplicas y sollozos les había rogado que pararan, que se marcharan. Pero aquello tan solo había conseguido enfurecerlos más. Liberaron su ira con ella, como si fuera un trapo. Y seguían en ello cuando Sergio entró en la sala. Sus ojos nunca habían destellado tanto odio ni su voz tanta ira. Fue cruel, sádico e imparable. Cassandra entendió por qué todos los temían y algunos llamaban demonio.

Allí, arropada con una fina manta y protegida entre los brazos de su amigo, no dejó de pensar en lo mal que estaba sentir aquello. Y es que ella no le tenía miedo. No temió que él la hiriese cuando lo vio golpear a los guardias sin piedad ni descanso. No creyó en ningún momento que el fuera un monstruo ni que estuviera fuera de sí. Aquella mujer, tan valiente como lo era, tan solo vio a un guerrero. Un hombre luchando por defender lo que era suyo, porque ella lo era. Ella era su familia, su ángel y su único y más preciado tesoro.

Y eso era lo que más odiaba Dante.

—Parece que huelo celos por aquí...

Ryanon rio al golpeaar el hombro de su compañero, escuchando su bufido y observando la misma escena que él. Noel no tardó mucho en reír también, haciendo acto de presencia en la habitación.

Dante suspiró de nuevo antes de alejarse de ella y sentarse en el sillón del salón, en frente de la pareja. Su sangre burbujeaba con furia cuando vio a Sergio abrazarla más fuerte, acercarla a su cuerpo aún más.

—Él no es bueno —dijo cansado—. No debería estar con ella, solo conseguirá herirla.

Estaba total y absolutamente convencido de ello. Tan solo había que ver el estado en el que ella estaba: su piel suave manchada de moretones, sus grandes rizos desordenados y su mirada brillante más apagada que un agujero negro. Ver a Cassandra así no le gustaba, sino que lo enfurecía tanto que le avergonzaba admitirlo. Aquella mujer se había vuelto su razón de ser y el ayudarla sería su mayor logro. Pero Sergio solo entorpecía las cosas. Aquel hombre no sería capaz de sacarla del pozo en el que, sin saberlo, se había metido. Ninguno de los dos era consciente de la gravedad de la situación. Nadie, ni siquiera Dante, sabía qué ocurría, pero sí que era malo. Muy malo.

—A mí me parece bueno —replicó Ryanon—. Al fin y al cabo, la ha salvado.

Dante frunció el ceño y cerró los puños con fuerza, obligando a su cuerpo a relajarse y no saltar sobre ella como un león sobre su presa. Ella tenía razón. Si Sergio no hubiese ido al hospital Cassandra podría estar muerta. Lo sabía porque lo había visto. Aquel hospital era una fiesta para los demonios y los guardias los llevaban como complementos.

—Dices eso porque te ha gustado, pillina.

Noel abrazó los hombros de la chica y besó su pelo, ignorando sus quejas e insultos. Los tres tan solo llevaban más de dos siglos juntos, pero a veces Dante lo sentía como una eternidad.

Las bromas entre ellos eran habituales, algo con lo que conseguían acabar con el mal sabor de boca que el no poder ayudar les dejaba. Eran guerreros, ángeles especializados en acabar con los males que acechaban a los humanos. Luchaban tanto como podían, pero las normas en el cielo eran estrictas y eran muchas las ocasiones en las que no podían interferir. Como aquella, en la que Gabriel había dejado claro que el caso de Cassandra no estaba bajo su jurisdicción. Ellos no podían hacer nada por ella.

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