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Sentado sobre un trono de espinas negras y rosas tan azules como el cielo, Adonis escuchaba con placer los alaridos de dolor que su prisionero liberaba cuando el cuero del látigo golpeaba su piel. Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo, se permitía disfrutar del dulce aroma de la sangre mezclada con lágrimas de ira, agonía y desesperación. Su mano izquierda descansaba sobre la cabellera oscura de otro prisionero de mirada triste y perdida. Él estaba quieto. Tan quieto, que Adonis se veía obligado a acariciar su cabello cada minuto para comprobar que seguía allí. A veces, el demonio salía de su trance y abría los ojos. Entonces comprobaba si la escena en frente de él correspondía a la que él imaginaba en su mente en una especie de juego macabro.
Primero, los vasallos traían a la sala a un nuevo prisionero. Adonis observaba su rostro con detenimiento, admirando el miedo que bailaba en los iris de unos ojos que no dudarían mucho. Y es que el demonio tenía una extraña y singular pasión por las ventanas del alma. Le gustaban los ojos grandes y brillantes, y odiaba los pequeños y los saltones. Era tal su admiración, que antes de quemar los cuerpos, mandaba guardar en una pequeña caja de plata los ojos del fallecido para más tarde dibujarlos desde la comodidad de su trono y masticarlos despacio y con gusto.
Después, cuando el prisionero estaba encadenado, se le despojaba de la ropa que pudiese llevar hasta dejarlo desnudo frente a los que acontecerían su tortura. Entonces, tras asegurarse de que recordaba el cuerpo del prisionero, cerraba los ojos y descansaba sobre el cómodo asiento del trono. Los demás demonios torturaban al sujeto a través de medios variados e inimaginables, sabiendo que Adonis apreciaba las sorpresas y le disgustaba la monotonía. Cuando terminaban, el demonio dibujaba una escena en su mente, tan macabra como sangrienta, e intentaba deducir cómo había muerto el ser que yacía a pocos metros de él. Abría los ojos y, normalmente, asentía con orgullo al comprobar que sus pensamientos no distaban de la realidad.
Otras veces, como en aquella ocasión, Adonis fallaba. Y reía. Reía tanto y tan alto que las paredes del templo temblaban y las ratas chillaban. Los guardias y los sirvientes sonreían alegres por haber complacido a su señor, mientras que el prisionero que yacía arrodillado a sus pies, con la mano del demonio posada sobre su coronilla, intentaba no temblar.
Pero nunca lo conseguía.
Ni siquiera habían transcurrido dos meses desde la llegada de Noel al reino de las penurias, pero ya era la mascota favorita de Adonis. Era sumiso y callado, pero seguía teniendo aquel vestigio de furia y orgullo en su mirada. Era muy tenue, casi invisible, pero seguía allí, sobre sus dos ojos grandes y brillantes. Y es que Adonis adoraba a Noel. Le gustaba pasar sus manos por su cuerpo fuerte y varonil; acariciar con delicadeza su piel; admirar los temblores que recorrían su cuerpo cuando las manos del demonio lo tocaban íntimamente y lo obligaban a hacer cosas que Noel jamás pensó hacer.
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IGNIS
ParanormalLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...