Veintiséis

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Nunca antes se había sentido tan débil en la gran fortaleza. Más de cincuenta soldados lo rodeaban dispuestos a perder la vida por la paz del reino y el bienestar de sus ciudadanos. Aquellos hombres, de mirada altiva y feroz, no dudarían en morir por él: por un farsante.

Hacía mucho tiempo que Gabriel había perdido el control de la situación, pero su orgullo frenaba la imperiosa necesidad de pedir ayuda, incluso cuando el caos llamaba a la puerta y el pánico le ensuciaba la sangre. Todo se había desmoronado tras la muerte de su esposa. Como arcángel debería estar preparado para todo tipo de situaciones: buenas o malas; pero nadie le advirtió que perder al amor de su vida dolería tanto. En ocasiones, mientras cuidaba las plantas del invernadero, se quedaba quieto durante varios minutos, a veces incluso horas. Admiraba la belleza de las rosas, la delicadeza de las margaritas y la audacia de las plantas carnívoras. Las estudiaba detalladamente con la mirada y las comparaba con personas que conocía. Muchas veces creía ver en las azucenas el rostro de sus hijos, lo más importante que tenía y lo único que le quedaba.

Entonces, recordaba con dolor su tez pálida, amarillenta y amoratada. Volvía a sentir su mano fría y sin vida bajo la suya, y se creía morir con ella. Gabriel no debería haber sentido aquello. Al fin y al cabo el matrimonio no había sido fruto del amor, sino el de un pacto silencioso entre dos familias tan importantes como enemistadas. Sin embargo, ellos se enamoraron. Se quisieron y amaron luna tras luna, hasta que la muerte llamó demasiado pronto y sin previo aviso a su puerta.

Ahora ya no le quedaba nada. Sus hijos habían crecido y madurado lo suficiente como para entender que su padre, el hombre fuerte y poderoso al que todos respetaban, no siempre tenía razón, sino que erraba más que acertaba y lloraba tanto que la lluvia lo envidiaba. El arcángel odiaba su vida. Detestaba al hombre en que se había convertido: uno receloso y desconfiado; testarudo y demasiado orgulloso como para admitir que se había equivocado.

Porque encerrar a Sergio había sido un error.

Gabriel lo sabía. Era cierto. Lo que había hecho estaba mal en tantos aspectos que le dolía la cabeza con tan solo pensarlo. Un ángel, lleno de bondad y sabiduría como muchos creían, había condenado a un hombre; a un joven que no había tenido ni culpa ni maldad. Sergio no era un ejemplo a seguir, pero aquella maldición que lo había impulsado a exiliarlo... ¿Era de verdad cierta? ¿Por qué no podía aceptar que Noel podría tener razón? Había asumido que la profecía que marcaba el fin del ciclo con la llegada de un hombre fuerte y poderoso se refería a un futuro lleno de miseria y catástrofes. Sin embargo, esa no podía ser la única interpretación posible. Noel y muchos otros no hablaban de un nuevo mundo de destrucción, sino el fin de una era llena de dolor y desesperanza. Así, Deliro conocería una nueva vida en la que los crímenes, la violencia y la muerte no tuviese cabida.

Todas las pruebas indicaban que esta última opción era la más certera, pero Gabriel no había cedido. Y ahora, rodeado de soldados sin nombre y rostros serios, comprendió que la profecía no había sido nada más que una excusa. Una vía de escape con la que justificar sus acciones. Una nueva forma con la que intentar que Ryanon no se fuese como sus hermanos. Que no lo abandonase.

Sin embargo, sus acciones no solo habían condenado a un inocente, sino que lo habían apartado de su hija hasta tal punto, que ya la creía muerta.

Un error tras otro, Gabriel.

Errores, errores, errores...

—Dejadlo pasar—ordenó.

De repente, los soldados que guardaban la entrada abrieron las grandes puertas de cristal y madera para revelar las figuras de un hombre y una mujer con las manos entrelazadas y la determinación bailando en sus miradas.

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