Prólogo

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Era extraño que hubiera tanto bullicio en la madrugada de un domingo cualquiera en el hospital. Y eso Dante lo sabía muy bien. Esa noche él no debería haber hecho guardia en un simple centro médico. Sin embargo, su general, Gabriel, lo había casi obligado a ir a donde dos de sus compañeros lo esperaban. Aquella hubiera sido su noche libre y la habría empleado bebiendo el dulce licor de la suave ambrosía en algún local de mala muerte del submundo. Pero en lugar de eso, había acabado pasando las horas liberando a numerosos humanos poseídos o influenciados por pequeños y mortíferos demonios. Nada fuera de lo normal había ocurrido, y eso era lo que peor llevaba Dante.

Sin embargo, ahora, gritos agónicos y rotos batallaban contra el silencio de los blancos e interminables pasillos de la tercera planta del gran edificio.

—Parece que al final la noche se anima —bromeó su compañera de guardia.

Dante apartó su mirada de los celadores que recientemente habían atravesado las puertas y corrían en dirección al terrible llanto para enfocar sus ojos en la mujer de cabello rojizo y mirada aguamarina situada a tres pasos de él. La distancia mínima que todos, amigos y enemigos, debían mantener a no ser que deseasen terminar en el Hades.

Ryanon siempre fue la mujer fuerte y astuta que todos deseaban a su lado, pero que nadie conseguía mantener. Su carácter dominante y vivaz le impedía mantener cualquier tipo de relación más allá de la física. A sus más de tres siglos de edad, seguía siendo la misma chiquilla juvenil y alegre que Dante conoció una vez allá por el año 1789. Dante, cansado de la rutina de su día a día, viajó a Francia con el propósito de romper con la monotonía que definía su vida. No habían transcurrido ni dos meses cuando conoció al ángel más hermoso que jamás hubo visto. Una figura atlética, pero al mismo tiempo curvilínea le observaba desde el último de los peldaños de la gran escalera de mármol de la mansión Fontaine. Desde el primer momento en el que sus miradas chocaron, los dos supieron que compartirían algo más que simples anécdotas.

En secreto, él envidiaba su seguridad e ingenuidad ante la maldad del mundo. Dante conocía el dolor demasiado bien como para poder ignorarlo y pasar página. Ninguno de los dos era capaz de mantener una relación seria, aunque él lo intentase con toda su fuerza de voluntad.

—¿Crees que deberíamos ver qué ocurre? —pregunto esta vez Noel.

Dante asintió hacia su amigo no sin antes volver a mirar su piel ébano y sus brillantes ojos marrones. Noel era un hombre alto e incluso más corpulento que el propio Dante. Ambos habían crecido juntos y disfrutado de la vida que se les había otorgado allá por el siglo sexto antes de Cristo, cuando los griegos alababan a los dueños del Olimpo sin saber que existían más dioses que los que ellos adoraban. Habían sido años, décadas, siglos y milenios de batallas compartidas y grandes victorias. Todo iba bien hasta que ella apareció.

Dante sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos que le provocaban tan mal sabor de boca y se dirigió a donde sus amigos ya se encontraban con pasos lentos, pero decididos.

Aunque ahora los gritos habían cesado, un nuevo sonido desgarrador sacudía el centro de su pecho conforme se acercaba a la puerta D-409. Sin siquiera molestarse en empujar la puerta, se materializó dentro del pequeño espacio del desastroso dormitorio. En él, sus dos amigos observaban consternados a la pequeña humana bañada en lágrimas que, con ambas rodillas elevadas hasta el pecho y la cabeza hundida entre ellas, se balanceaba hacia delante y atrás mientras infinitos temblores agresivos sacudían su cuerpo.

En el centro del colchón, donde debería hacer dormido de forma plácida la paciente, se extendía una mancha carmesí acabada en pequeñas gotas de sangre que dictaban un camino rojo e irregular hasta la pared en donde ella estaba apoyada. Los celadores que habían acudido en su ayuda recitaban palabras tranquilizadoras que no surtían ningún efecto.

—Esto es del tipo de cosas que me rompen el corazón —dijo la pelirroja examinando la ficha de paciente que colgaba a los pies de la cama metálica.

—¿Qué dice? —preguntó intrigado Noel.

Ryanon negó y le indicó a su compañero que se acercara para leerlo él mismo.

Los segundos transcurrían y Dante no era capaz de sentir otra cosa que no fuera el mismo intenso dolor que el que la humana sentía. Sin ningún demonio a la vista que le provocase tal sufrimiento, ellos no podían hacer nada más que observar y lamentarse por la triste situación.

—Es muy joven. ¿Creéis que el jefe nos dejará ayudarla?

El entusiasmo e iniciativa de Noel sorprendió no solo a Dante, sino también a Ryanon. No es que fuese un mal hombre ni mucho menos alguien cruel, pero solo en muy raras y excepcionales ocasiones deseaba cambiar el rumbo de las cosas e interferir. Por lo que en general, tan solo se limitaba a asentir y acatar las estrictas órdenes que recibían al pie de la letra.

Intrigado por su reacción, Dante le arrebató el pequeño chapado de madera del que colgaban varias hojas de papel con información acerca de la paciente.

Su nombre era Cassandra Miller y a la temprana edad de dieciocho años, sufría de más depresión, fobias y trastornos de lo que cualquiera en su sano juicio podría imaginar. Y de repente, al igual que lo que había ocurrido con su amigo, Dante sintió la ardiente necesidad de ayudarla y hacer de su vida algo mejor.

Quizás podría hablar con Gabriel e intentar convencerlo para que le dejase actuar. Al fin y al cabo era lo que debían hacer los ángeles, ¿no?

—¡No quiero! —gritó de nuevo la mujer—. ¡No lo volveré a hacer, por favor!

Sus peticiones alzadas se convirtieron en nuevos sollozos y temblores cuando uno de los hombres la levantó y recostó sobre la camilla que dos enfermeras habían traído hacía escasos segundos. Los tres ángeles observaron estupefactos la resistencia que ella ofreció cuando la intentaron tumbar e inyectar lo que supusieron que sería algún tipo de calmante. Finalmente, los sollozos se fueron silenciando hasta que su cuerpo quedó laxo e inmóvil en la camilla en la que se la llevaron.

No había que ser un experto para saber con exactitud lo que había ocurrido en aquella lúgubre y simple habitación de hospital. La sangre fresca impregnada en una pequeña cuchilla de acero narraba los acontecimientos sucedidos.

—¿Ha intentado suicidarse? —habló por primera vez Dante.

Su voz era grave, ronca y varonil cuando se agachó y observó con seriedad el estrecho río de sangre en el suelo y levantó con cuidado la pequeña cuchilla.

Noel se acercó a él por detrás y Ryanon examinó la esquina en donde más de aquel líquido carmesí de acumulaba.

—No lo creo. Tan solo he visto un corte en su muñeca derecha y aunque parecía profundo, su actitud no era la de alguien que quiere acabar con su vida —contestó el moreno.

Dante asintió extrañamente complacido y aliviado por su respuesta. Sin duda, había algo en aquella pequeña humana que activaba sus más innatos instintos de protección. Aunque lo podría haber achacado a su anterior experiencia con las mujeres, esta vez se sentía totalmente diferente. Con Carolina no sintió la necesidad de protegerla hasta bien pasados algunos meses. No obstante, el dolor y la lucha de esta nueva mujer habían revivido algo en su interior en apenas unos pocos minutos.

Sin duda, debía visitar a Gabriel lo antes posible y expresarle su gran deseo de intervención. Sí, eso haría. Y Gabriel se lo permitiría siempre y cuando él se hiciese cargo de su bienestar. Era un buen soldado que había trabajado duro durante miles de años y por eso merecía una nueva oportunidad. Esta vez, a diferencia de la anterior, todo sería sencillo y el esfuerzo que emplearía daría sus frutos.

Él la salvaría.

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