Diez

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Sus dedos rozaron una vez más los mechones rebeldes que escapaban del recogido de su cabello. Frente a la pantalla del ordenador de la sala de seguridad, la doctora Márquez observaba con detenimiento las imágenes de las cámaras de seguridad. Como cada semana, revisaba que todas funcionaran y borraba las escenas que no le convenían. También, grababa aquellas otras que le resultaban interesantes, esas en las que el personal intimaba. No le importaba tanto que un enfermero robase morfina y se colocase, ni que el personal de limpieza no hiciese del todo su trabajo. Lo que de verdad le importaba a la doctora eran las grabaciones íntimas y personales con las que no solo podría disfrutar y pasar un buen rato, si no también extorsionar.

En el reglamento del hospital quedaba terminantemente prohibidas las relaciones amorosas entre trabajadores y más aún si estas se expresaban en el edificio. Pero como todo desde la llegada de Natalia, el reglamento había cambiado. Se había quedado en el olvido. Ahora, lo único que regía aquel infierno eran sus normas, aquellas que jamás debían cuestionarse. Por ello, nadie impidió que accediese una vez más a la configuración de las cámaras. Tampoco nadie se atrevió a expresar su desagrado al saber que las manipulaba a su antojo. Aunque también es cierto que no muchos conocían esto.

La doctora mordió su labio inferior cuando encontró el vídeo de aquella misma mañana. En él, la sala común normalmente abarrotada de personas, tan solo mostraba dos personas. Dos cuerpos moviéndose al vaivén de sus caderas, jadeando por más y bañados en lujuria. Entonces, soltó su pelo y apagó la pantalla, no sin antes guardar las imágenes en su pendrive. Se levantó despacio de la silla y alisó con las palmas de sus manos la falda del vestido rojo que traía. Había oído que era el color favorito de Sergio y desde entonces, no había dejado de vestir al menos una prenda de ese mismo tono.

Sus dedos ya rozaban el frío metal del manillar de la puerta cuando escuchó los primeros disparos.

—¡Todos al suelo! —gritó una voz grave y masculina, pero no tan atractiva como la de su obsesión.

De repente, gritos y el sonido de cristales rotos acabaron con el silencio de los pasillos desérticos del hospital. Asustada, corrió hacia el escritorio y pulsó el botón de emergencia que alertaría a la policía. Después, fue de nuevo hasta la puerta, en donde dos sombras se elevaban detrás de la madera. Asustada como nunca antes, la doctora echó el cerrojo e intentó mover la pequeña estantería para bloquear la entrada. Sin embargo, ella era una cincuentona bajita y regordeta, sin ningún tipo de fuerza o forma física, por lo que el mueble ni siquiera tembló cuando intentó moverlo.

Al otro lado de la puerta, un par de guardias uniformados desenfundaron las armas y apuntaron hacia los dos extraños que habían irrumpido en el hospital. Enfurecidos, los amenazaron de mil y un formas y esperaron a que se fueran, pero estos tan solo sonreían y negaban al mismo tiempo que sostenían sus propias pistolas.

José y Tadeo observaban divertidos cómo aquellos patéticos hombres intentaban hacerse los valientes. Sus amenazas no les hacían ni cosquillas, sus armas no los asustaban. Esperaron pacientes a que los guardias hicieran algún movimiento, pero tan solo eran unos cobardes vestidos en un ridículo traje negro y con una chapa con su nombre. Patético.

—Venimos por vuestra jefa —espetó Tadeo con odio—. Marchaos si no queréis morir.

Los dos hombres se miraron entre sí antes de bajar las armas y volver a guardarlas. El entendimiento los golpeó fuerte cuando supieron quiénes eran y a qué pertenecían. Ellos no iban a morir, menos por alguien como lo era ella. Con deslealtad y cobardía hirviendo en su sangre, asintieron y corrieron por los pasillos hasta salir del edificio.

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