Veintisiete

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La buena política es como el amor. Es torpe e inocente al principio, cuando se intercambian las primeras palabras y no se mantiene la mirada. Más tarde es atrevida y pasional; las voces se unen como los cuerpos y parece que no haya nada que pueda detener su fuerza. No obstante, en el último instante se deteriora hasta convertirse en un recuerdo del pasado. Uno que, aunque algunos usurpadores afirmen que sigue vivo, tan solo se encuentra en la memoria de aquellos que, o bien lo han conocido, o se niegan a resignarse.

La política, ya sea buena o mala, se sustenta en la capacidad de uno o varios individuos de convencer a otros más torpes, más tontos, o simplemente desinteresados. Es un juego en el que el ingenio y la labia bailan como dos amantes al ritmo de la noche. No importa mentir ni defraudar si se consigue un bien mayor, ya sea más votantes, mejorar la opinión pública o incluso discriminar.

El objetivo principal es siempre el mismo: gobernar. Y muchas veces, esta acción se mancha de corrupción y otras malas sombras.

Gabriel esperaba que este discurso fuera motivo suficiente para que los ciudadanos del Reino de los Cielos pudieran aceptar su dimisión, aunque suponía que no lograrían entenderlo. Estaba convencido de que muchos intentarían hacerle cambiar de opinión, pero la decisión estaba más que tomada. Había meditado durante años e intentado reunir el coraje necesario para enfrentarse a una multitud hambrienta de nuevas noticias, pero que tan solo recibiría una mala. Ahora lo había conseguido. No fue hasta cuando todo su mundo se tambaleó, cuando supo que ya no podía más. Su mente, su cuerpo y la poca moral que conservaba necesitaban un descanso largo y profundo. Exigían unas vacaciones como nunca antes las había tenido. Un tiempo en el que pudiese pasar tiempo con sus dos hijos y seguir buscando a Ryanon, o en el peor de los casos, el cuerpo de Ryanon.

Cassandra, aquella mujer que desde el principio había creído irrelevante, le había tachado no sólo de mal padre, sino de rata. ¿Tenía razón? ¿Debería seguir creyendo que su pequeña aún seguía con vida? No lo sabía. Durante su larga existencia había conocido y tratado de primera mano cientos de casos similares al suyo. Secuestros, desapariciones misteriosas... Todos los acontecimientos que tuvieron relación con actividad demoníaca no habían acabado bien. Tan solo el veinte por ciento de los ángeles secuestrados por demonios sobrevivía tres días. A la semana no llegaba ni siquiera el tres por ciento. De igual modo sabía cómo volvían aquellos que conseguían escapar o eran liberados: con el cuerpo fuera del infierno, pero la mente en él.

El trauma ocasionado variaba según el sujeto, pero todos y cada uno de ellos necesitaban de ayuda profesional y años de terapia. Otro dato deprimente era aquel que estimaba que solo un tercio de las víctimas conseguiría vivir con relativa normalidad y ser capaz de llevar una vida con más o menos dificultades sociales. Del resto, más de la mitad se suicidarían.

Esto significaba que existía una pequeña posibilidad de que Gabriel pudiese volver a abrazar a su hija, pero nada le aseguraba que por mucho tiempo. En cualquier caso, no se daría por vencido. Tal vez era un mal padre y un intento fallido de hombre, pero seguiría buscándola hasta encontrarla, viva o muerta.

—Habrá votaciones —señaló convencido—. Nadie volverá a tomar mi cargo como yo lo he hecho, sin que los ciudadanos puedan elegir.

Cassandra asintió desde el otro extremo de la habitación, donde se había movido tras una pequeña discusión con Dante en la que él le había recriminado su actitud.

«No se grita, insulta ni mucho menos se altera a quien tiene un ataque de pánico. Jamás, koldka.»

La voz del ángel aún rondaba su mente mientras observaba el cielo a través de los grandes ventanales.

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