Veintitrés

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Nada tenía sentido.

Finas gotas de rocío acariciaban sus pestañas mientras intentaba encajar las piezas de aquel rompecabezas al que debía llamar vida. Pensaba y pensaba, pero nunca lograba averiguar qué era aquello que le faltaba. Aquello que estaba olvidando.

Durante aquel mes, Cassandra había explorado más las sábanas de su cama que el resto de la casa. Desde que Dante y ella habían vuelto de la isla de las sirenas, la joven había estado decaída, y con cada día que pasaba la situación parecía empeorar. Su piel, antes morena y con cientos de pecas, ahora tenía un tono grisáceo casi enfermizo. En su mirada ya no quedaba vida; y en su vida, ya no quedaba esperanza. Cada mañana, tarde y noche eran un nuevo infierno para Cassandra. Eran horas, minutos y segundos en los que los recuerdos la asaltaban y las lagunas en estos la ahogaban. Recordaba a su madre borracha trayendo nuevos hombres a casa mientras ella lloraba y se escondía en el armario de su habitación. Cassandra escuchaba de nuevo los gemidos, los gritos y los portazos; mientras se escondía un poco más entre las cajas de zapatos. Entonces, alguien entraba en su habitación para abrazarla y alejarla, aunque tan solo fuera por unos días, de aquel infierno.

Recordaba también cómo, ese alguien, le entregaba unas llaves brillantes y plateadas. Ella saltaba entusiasmada y lo abrazaba, repitiendo una y otra vez que lo quería; que él era el mejor. Sin embargo, algunas noches rememoraba situaciones recientes, demasiado recientes. Se veía a sí misma en lo alto de la fábrica, invocando al ángel que más tarde conocería como Dante.

Dante, aquel hombre que había hecho lo imposible por cumplir su promesa y hacerla feliz. Dulces, conciertos, viajes a lugares tan increíbles como exóticos... Dante le había dado todo y aun así, por mucho que Cassandra lo intentara, no podía ser feliz. Ahora, su vida no tenía sentido y el no saber por qué tan solo agravaba el problema. Simplemente estaba cansada de recordar las cosas a medias; cansada de no sentirse en casa; cansada de pensar que allí fuera había alguien que la necesitaba: alguien a quien le estaba fallando.

Pero la realidad era que ella no tenía a nadie más que a Dante. Al fin y al cabo, su madre era una drogadicta, su padre había muerto y su hermana se había ido cuando las cosas se complicaron. No tenía amigos ni familia, tan solo tenía a su ángel, y en cierta manera aquella dependencia la enfermaba.

—Todavía no saben nada de ellos.

Su voz grave y masculina quebró el silencio de la habitación cuando Dante atravesó la puerta y se sirvió un vaso de agua.

—Ha pasado un mes desde el ataque y aún no saben dónde están —siguió diciendo—. La élite ha reforzado los equipos de búsqueda, pero se rumorea que no creen encontrarlos con vida.

Cassandra lo miró dolida antes de levantarse y abrazarlo.

El mismo día en el que ambos habían llegado a casa tras un largo vuelo desde la isla de las sirenas, dos oficiales uniformados le habían informado a Dante de la situación: Ryanon y Noel, junto con el resto de la misión en la que estaban, habían desaparecido sin dejar rastro. Ellos habían partido al alba del día anterior y nunca habían vuelto. Durante los siguientes treinta días, Dante había ido cada mañana en busca de sus compañeros. Gabriel, miembro de la élite y padre de Ryanon, había dirigido la operación que contaba con más de trescientos hombres. Sin embargo, habían recorrido cada continente, reino y plano de la realidad sin ningún éxito. Noel y Ryanon partieron hacia Ízthyu, pero jamás llegaron. Su misión era enseñar a leer a una niña que a día de hoy seguía sin saber hacerlo.

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