Veinte

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Dante gritó asustado y se levantó del sofá. Corrió y levantó a duras penas el cuerpo inmóvil de Cassandra. Su frente estaba caliente y sus labios secos y cortados, de un tono casi azulado. Entonces, bajo la crítica mirada de Gabriel, la llevó a la mecedora en donde tan solo unos minutos antes Noel había consolado a Ryanon. Una vez allí, la abrazó fuerte y besó sus párpados en busca de respuesta. Pronunció su nombre una y otra vez mientras intentaba ignorar la nueva discusión en su sala.

Aún seguía adolorido por el veneno y no tenía ganas ni fuerzas para intentar interferir. Pero sí sabía que más tarde tendría una conversación con su compañera. Una conversación en la que le diría de todo menos cosas bonitas. La traición aún ardía en su pecho como la herida de un puñal. Jamás, en sus más de tres siglos de amistad, Dante pudo imaginar que Ryanon sería capaz de hacer algo como aquello.

¿Acaso tenía Dante la culpa del mal de Sergio? ¿Por qué había actuado de aquella manera tan errática?

Las dudas inundaron sus pensamientos cuando un fuerte estallido sonó en la sala. Aturdido, observó con pesar los miles de trozos de porcelana que ahora decoraban la fina alfombra negra. Gabriel volvió a levantar la voz y Dante supo que poco les importaba haber roto aquella reliquia familiar. Al fin y al cabo solo era un jarrón de más de dos mil años, ¿qué importaba que estuviese valorado en siete millones de euros?

—¡Eres una irresponsable, Ryanon! —exclamó el general.

—¡Y tú un gilipollas!

Dante escuchó a Noel suspirar y volcó toda su atención en la mujer que dormía en sus brazos. Él sabía que, aunque Cassandra pareciese estar segura con su decisión de abandonar a Sergio, en el fondo de su corazón albergaba sentimientos casi tan fuertes como el más puro diamante. Sin embargo, ella se engañaba. Cassandra se repetía a sí misma que no le importaba, que debía seguir hacia delante. Pero, ¿por qué tendría que dejarlo atrás? ¿Acaso pensaba que era necesario aquello? No, no lo era. Dante había prometido hacerla feliz, y si para hacerlo tenía que aguantar al capullo de Sergio lo haría. Dante lo daría todo por ella.

Él era un hombre maduro y razonable. No pensaba en ningún momento encarcelarla ni mucho menos privarla de su vida social. Además, de cierta manera le estaba muy agradecido a Sergio. Tras toda aquella fachada de mafioso se encontraba un hombre preocupado por lo único que tenía. Y Dante sabía que sin su ayuda, Cassandra ya habría muerto.

Durante aquellos meses en los que había velado por su seguridad, el ángel había tenido tiempo de no solo indagar en su vida personal, sino también en su destino. La sorpresa había sido grande cuando una pequeña y rebelde moira le había confirmado que, en la misma noche que Sergio conoció a Cassandra, ella tendría que haber muerto.

«Él chico dice que ella es su ángel, pero el verdadero salvador aquí es él ». Le había dicho la moira.

—No puedes hacer eso —dijo de nuevo su amiga —. ¡No es justo!

Su voz sonaba débil y entrecortada, como si fuera a echarse a llorar otra vez. Sinceramente, Dante estaba algo cansado de sus berrinches. Ryanon siempre se quejaba de su padre y lo desdichada que era su vida por su culpa, pero ella no conocía la verdadera miseria. Dante siempre pensó que Ryanon era una niña demasiado consentida y mimada. Como hija de uno de los altos cargos de la cúpula y de una de las figuras más influyentes del siglo, aquella pelirroja siempre tuvo lo que quiso y más. Jamás la castigaron por sus errores e incluso delitos, jamás hasta ahora.

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