Dieciocho

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—¿Has sido una buena chica?

Cassandra lo miró nerviosa e impaciente, sin saber bien que contestar. Le temblaban las manos y le dolía el pecho, en donde su corazón latía furioso. Todo aquel deseo de ser libre entre la infinidad del cielo y sus ojos había desaparecido tal y como antes lo había hecho su razón.

Imágenes tan nítidas como reales inundaron sus recuerdos cuando al borde del llanto, comenzó a pensar que no podría entrar. Cassandra jamás podría ir al cielo.

Había robado, insultado y lastimado a más de uno. Ella se había aprovechado de quien podía cuando ya no quedaban salidas. La droga, el alcohol, las carreras ilegales... Todo asaltó su mente cuando aquel hombre de túnica blanca la miró por encima del hombro.

—Ya basta, Samil —le reprochó Dante.

Cassandra lo miró apenada y avergonzada. Avergonzada por haberle pedido lo imposible; por creer que él podría salvarla de la tragedia en la que su vida moría poco a poco. Pero al fin y al cabo Dante era un ángel, y su padre siempre decía que ellos podrían ayudarla cuando lo necesitase. Tan solo tenía que quererlo de verdad y rezar. Según el hombre que una vez fue su héroe, tener fe siempre era la solución. Pero Cassandra estaba cansada de rezar por las noches. Ella ya no creía en nada ni en nadie.

Ni siquiera en Sergio.

Habían llegado a las puertas del cielo tras un largo viaje que había pasado demasiado rápido. Durante las horas en las que Dante había surcado el cielo, Cassandra pudo apreciar cómo poco a poco los edificios se hacían más pequeños, las personas desaparecían y la civilización se desdibujaba bajo las esponjosas nubes del terciopelo nocturno. Fue entonces cuando, por primera vez en muchos años, ella pudo olvidar sus preocupaciones y empezar a soñar. Cassandra pudo imaginar un futuro alejado del dolor y la melancolía. Un mañana muy lejos de las botellas rotas en su salón, los celos injustificados de Sergio y aquella extraña presencia que la perseguía.

Sin embargo, ahora que habían pisado tierra firme, Cassandra volvió a dudar. Dante le había explicado que el cielo era más que seguro ya que ningún alma con maldad podía entrar en él. Las puertas, dos grandes alas de oro blanco, custodiaban el paraíso de pecadores tanto humanos como otras criaturas. Y era esto mismo lo que ella más temía.

¿Qué pasaría si ella no pudiera entrar? ¿Estaba manchada su alma? ¿Era ella una pecadora?

—Relájate, mujer —dijo Samil—. Solo estoy bromeando.

—¡Entonces déjanos pasar! —exclamó Dante cada vez más nervioso.

Él podía notar la ansiedad de Cassandra. Y eso, sumado a la suya, le sacaba de sus casillas.

Cassandra tenía un alma blanca, casi transparente. Tan solo estaba manchada por pequeñas gotas de dolor y desesperación. ¿Por qué estaba tan asustada? ¿De verdad creía que no la dejarían entrar?

Con una última carcajada, Samil se hizo a un lado y abrió una de las puertas. Dante volvió a lanzarle dagas con la mirada antes de coger de la mano a Cassandra y entrar al reino de los cielos.

—Dante —su voz dulce y asustada lo llamó—. ¿Estás seguro de que puedo estar aquí?

Entonces, se giró y la miró directamente a los ojos.

—Sí —contestó sabiendo que mentía—. Este es tu hogar.

Y con aquellas últimas palabras, Dante pudo observar cómo algo en su mirada cambiaba. Él sabía que lo que ella más ansiaba era eso: un hogar. Conocía su historia, desde su feliz infancia hasta su desastrosa adolescencia. Era esto último lo que él debía compensar. Dante quería hacer a Cassandra la mujer más feliz del universo. No porque fuera un ángel, sino porque se lo merecía. Ella se merecía todo, y un poquito más.

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