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Las alas le dolían y su garganta ardía.
Gabriel había pasado una muy mala noche. Intentando dormir entre la suavidad de sus sábanas de seda, él había sentido culpa. En un primer momento creyó que el dejar a Sergio allí, en aquella sucia habitación, había sido una gran idea. Sin embargo, con el paso de las horas había comenzado a pensar en había cometido un error. Él era un arcángel, uno de los grandes del cielo. Siempre sabía qué hacer, incluso en las peores situaciones. Pero no con ella.
Ryanon siempre resultó ser una mujer complicada. No solo por su fuerte carácter, sino por no madurar; por no superar esa fase de adolescente rebelde e incomprendida en la que se había estancado. Dios sabía que Gabriel lo había intentado, con ella y con sus otros hijos, pero Ryanon no se dejaba ayudar. Tal vez la muerte prematura de su madre fuese el problema. Al fin y al cabo, su hija tan solo tenía seis años cuando todo ocurrió. Era demasiado pequeña para entender lo que estaba ocurriendo. Demasiado inocente para comprender por qué su madre no llegó a casa aquella tarde. Demasiado ingenua para asimilar que de nada servía esperar junto a la puerta todos los días. Jamás volvería. Mamá había muerto y la responsabilidad de criar a tres hijos había recaído sobre los hombros de un arcángel dolido y angustiado.
Gabriel lo había hecho lo mejor posible. Sin embargo, sabía que no había sido un buen padre. Aunque le costase reconocerlo, no había tratado igual a Ryanon que a Samil o a Félix. ¿Pero cómo hacerlo cuando ella era su pequeña? La había colmado a regalos, flores y vestidos. Más tarde, le había regalado libros y entradas para sus conciertos favoritos. Todos los discos de grupos que ni conocía, la ropa tan cara como provocativa, las armas... Todo. Gabriel le había dado todo y más a Ryanon porque ella era su hija, su pequeña princesa. Ella era lo único que le quedaba de la mujer que amaba.
Y era por esto mismo por lo que no se podía permitir perderla también. Su hija tendía a querer de lo malo lo peor, pero con Sergio no haría una excepción. No había lágrimas ni súplicas que pudiese cambiar su opinión. No le importaba el dolor en su mirada ni sus palabras e insultos; Sergio era peligroso.
Sin embargo, admitía que su castigo había sido cruel e injustificado. Gabriel estaba asustado. No conocía los misterios que el futuro deparaba y, aunque Noel creyese que la leyenda podía anticipar algo grandioso, no se podía arriesgar. Ya no solo por su familia, sino por todo el reino.
—¡Hijo de puta! —exclamó la pelirroja.
Entonces, tras materializarse en el hogar de Dante, Gabriel miró consternado y entristecido a su hija.
Ryanon yacía en el suelo, sentada a diez metros por delante de él, mientras intentaba escaparse de lo que él supuso que era una cárcel de aire. A su lado, Noel intentaba tranquilizarla con palabras dulces y cariñosas. Sin embargo, nada podía calmar su ira. Gabriel, su padre, lo había vuelto a hacer.
—¡Te odio! —gritó y siguió sollozando incontrolablemente.
Le dolía la cabeza y todo parecía hacerse más pequeño a su alrededor. Le temblaban las manos cuando, una vez más, agitó los barrotes invisibles y gritó con todas sus fuerzas.
—Todo va a estar bien —decía Noel—. No puede encerrarlo para siempre.
Pero podía. Gabriel encerraría al único hombre que había conseguido amar con tal de destrozar su vida. Porque él no quería que fuese feliz. Y aquello le dolía tanto que aún se preguntaba cómo era posible que su corazón siguiese latiendo contra su pecho. ¿Tan malo era ser independiente? ¿Porque sus hermanos podían batallar mientras ella debía quedarse en casa?

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IGNIS
ParanormalLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...