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Susurros extraños corrían a sus oídos en aquella fría noche de enero. Una fina bata blanca tapaba su cuerpo mientras ella intentaba despertar de aquel mal sueño que tanto dolor le provocaba. Su piel ardiente luchaba contra el aire gélido de la habitación. Probó a abrir los ojos y observar su alrededor, pero tan solo consiguió que su sufrimiento creciera. Allí, tumbada sobre un colchón duro e incómodo, pensó en todo lo ocurrido. Recordó cómo eran los pasillos del hospital; volvió a escuchar los agónicos alaridos de los pacientes; y de nuevo, admiró con horror aquella mirada sádica que prometía problemas.
No entendía la razón por la que la doctora había hecho aquello. Para Cassandra no tenía sentido que la hubiesen encerrado. Era cierto que merodeó por donde no debía, pero una simple advertencia hubiera servido para que ella se marchase de aquel espantoso lugar. ¿Cómo podía ser un hospital tan parecido a una cárcel? ¿Qué secretos ocultaba el ala de psiquiatría?
A lo largo de su vida, Cassandra había estado en infinidad de clínicas mentales y ninguna de ellas se asemejaba a aquel horror. Ella iba con su madre, sujetando su mano con la suya y susurrando lo que ella siempre quiso oír. Mientras los médicos le enseñaban su nueva habitación, Cassandra había sonreído y fingido que no le dolía. Pero cada vez que su madre tuvo una nueva crisis, ella dejaba de sonreír y lloraba en silencio para que nadie la oyese. Las lágrimas no la sanarían y enfadarían a su hermana. Cassandra tuvo que ser fuerte aun cuando sentía cómo el alma se le desgarraba por el dolor.
Tan solo una vez ella había sido la paciente. Pero esa única ocasión había sido más que suficiente para marcar el resto de su vida. Casi un año y medio atrás, cometió un error. Hizo una estupidez. ¡Pero se sentía tan bien! Ella había bebido entre la oscuridad de la noche. Con una mano sujetaba una botella de tequila barato, con la otra su corazón. Entre risas histéricas y monólogos deprimentes, había llegado a la azotea de la antigua fábrica de galletas. Recordó a su padre al mismo tiempo que bailó con la muerte. Y es que en aquel momento ella no deseaba nada más que volar, ser el ángel que Sergio creía que era. Pero ella tan solo era una chica, una mujer sola, rota y perdida entre lágrimas saladas.
Así fue como había llegado hasta el bordillo de la azotea. Así fue como una vez más, el destino no quiso darle lo que tanto deseaba. Y aunque ahora agradeciese la llamada a la policía de aquel niño, seguía sintiendo el mismo desamparo que quince meses atrás. Sergio se preocupaba aún más por ella, eso le gustaba, pero todos los demás la tachaban de suicida. Ella no lo era, ella solo quería volar.
—Despierta —dijo una voz lejana—. Debes darte prisa, ángel. No puedes estar aquí.
Un escalofrío acarició su piel cuando abrió los ojos y vio sangre. El escarlata pintando el techo, el granate manchando las sábanas, el rojo en su mirada.
Entonces, ahogó un grito de terror y se levantó despacio, creyendo que tal vez seguía soñando.
—¿Quién eres? —preguntó con la voz ronca y la boca seca.
Aquellos ojos bañados en sangre la miraron, contemplando cada detalle de su cuerpo, y eso no hizo más que asustarla.
—Hemos hablado antes, pequeña.
Cassandra reprimió la necesidad de gritar asustada. Aquella mujer era la había advertido antes de que la encerraran. Jamás podría olvidar su mirada cristalina, transparente como una gota de lluvia.
Entonces, con pasos lentos y vacilantes, se acercó hasta la puerta que las separaba. Como en todas las demás que había visto en su carrera a la habitación sesenta y seis, tenía un pequeño rectángulo vacío a modo de mirilla.

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IGNIS
ParanormalLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...