Veintiuno

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La sala olía a tabaco y decepción, a menta y melancolía. Sentado en uno de los muchos asientos vacíos de la Diputación, Noel se llevó las manos a la cabeza y volvió a maldecir por lo bajo. Habían pasado tres horas desde que había despertado allí. Confundido e intentando recordar cada detalle de lo sucedido en los días anteriores, Noel había esperado, esperado y esperado; pero nada había ocurrido. Los oráculos lo habían dejado solo en una de las salas más famosas del reino de los cielos. Una sala de paredes grises de las colgaban una infinidad de pequeñas cruces negras. Era un espacio tan siniestro como grotesco; un lugar en el que jamás quiso volver a estar.

Frente a Noel, alzándose orgulloso entre todos los bancos, se encontraba un escenario pequeño y de gran altura. Dos líneas negras surcaban su extensión, navegando sobre un blanco puro y casi fantasmal, simbolizando la piel de sus captores.

—Tú no has hecho nada malo —se dijo a sí mismo al mismo tiempo que se levantaba y deambulaba por la sala.

Unos pocos pensamientos oscuros se apoderaron de su mente cuando sus hombros comenzaron a temblar. Noel odiaba ser débil, pero aquel lugar le obligaba a serlo. Eran aquellas tristes paredes y aquel suave resplandor de la madera lo que lo hundía en la más absoluta miseria.

No era casualidad que Gabriel lo hubiese enviado a la Diputación. No, él buscaba hacerle sufrir. Noel era un reconocido guerrero. Un hombre alabado por un pueblo al que más de una vez había salvado. Sin embargo, eso no parecía que importase ahora, cuando los recuerdos arañaban las paredes de su cordura.

—Nada malo, Noel —volvió a decir—. Nada malo.

Pero ya era demasiado tarde. La sala, tranquila y silenciosa, se convirtió en un campo de batalla. Los gritos y llantos casi le rompieron los tímpanos y la desolación le devoró el alma. Frente a él ya no había un escenario, sino un trono con cadenas. Un trono con cadenas que retenían a la persona que más había amado en el mundo. Recordó con angustia sus lágrimas y sollozos, sus aullidos de dolor y su mirada suplicante. Era su pelo largo y rubio, sus ojos oscuros y su piel bronceada; eran sus manos frías y suaves, su túnica rasgada y las cicatrices recorriendo su espalda; ella era un todo por lo que él había luchado. Porque Noel había intentado llegar hasta ella con todas sus fuerzas, pero los oráculos lo habían mantenido en su lugar, obligándolo a presenciar una sentencia injusta y completamente desproporcionada.

—Guerrero —dijo una voz del presente.

Noel cerró los ojos y respiró profundamente antes de girarse y encarar a Gabriel, el único dueño de su tormento.

—No tengo nada que ver con esto.

El hombre lo miró con el mismo desprecio con el que lo había tratado desde aquella trágica noche. Gabriel lo estudió, contempló, admiró y acarició con la mirada durante unos segundos que parecieron siglos. A Noel se le secó le secó la boca cuando, por fin, Gabriel dijo:

—Lo sé.

Entonces, Noel volvió a sentarse incómodo y nervioso en uno de los bancos de la habitación. Con las manos cubriéndole el rostro, aquel ángel pudo sentir el tacto de la oscuridad sobre su piel. Y se sintió sucio. Por un momento, aquel hombre, bueno y honesto, creyó ser malvado, rastrero y vil. Pero fue solo eso; solo por un momento.

—Noel —lo llamó el arcángel—. Sé que no es justo, pero es necesario.

Este sacudió la cabeza sin poder creer lo que oía. ¿Iba Gabriel a juzgarle por los delitos de su hija? ¿Acaso era aquello posible? Gabriel siempre había perdonado a Ryanon cuando cometía un error. Entendía que la traición era un delito grave, ¿pero que podía haber hecho él para evitarlo? Noel la había perseguido por todo el reino. Había sobrevolado países en un intento de detenerla e incluso había luchado contra ella cuando había sacado la daga.

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