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Las luces de la ambulancia parecían temblar al ritmo de su pulso. Lento, suave. Casi imperceptible. Tres voces voraces volaban sobre su cabeza al tiempo que seis manos con dedos de metal tocaban su cuerpo. Y tenía frío. Tanto, tanto frío... Sus venas, blancos senderos de nieve, se marcaban en su pálida piel como una provocativa invitación a cortarlas; a dañarlas. Aquel cuerpo que en tiempos pasados había sido templo de poetas, ahora no era más que las ruinas que deja atrás un huracán: sucio, deforme y monstruoso. Varios huesos habían roto la piel para asomarse al exterior, para avisar de que lo peor vendría después. Sus alas, plegadas en ángulos tan distintos como extraños, recogían la sangre que brotaba de su pecho y labios. Cada pocos minutos, Ryanon convulsionaba y parecía olvidar dónde estaba. Gritaba con la poca voz que le quedaba y movía los brazos para luchar contra el enemigo invisible que le susurraba al oído, con odio y maldad:
—Este es el final.
Pero ella no se rendía. No podía ni quería creer que su vida terminaría allí: en una triste ambulancia rodeada de personas de tacto frío e impersonal. Su vida no había sido corta, pero sí incompleta. Había bailado, reído y disfrutado. Tenía amigos y familia, y una larga carrera militar bañada en logros y méritos, pero le faltaba algo. Sentía un extraño vacío en el pecho que tan solo parecía hacerse más profundo con cada segundo que pasaba. ¿Qué era aquello que sentía tan dentro de su alma? ¿Era culpa? ¿O acaso era el siniestro presentimiento de la muerte próxima?
No, no podía ser. Aquella dolorosa sensación debía irse. Debía abandonarla antes de que la vida se escapase por sus labios entreabiertos; antes de que se secase el manantial de su mirada adormecida.
—No va a llegar al hospital —dijo una voz a su derecha.
Ryanon sabía a qué se refería, pero también sabía que aquella voz se equivocaba. No iba a rendirse, no cuando aún tenía algo por lo que luchar. Aquel ángel debía sobrevivir y recuperarse. No importaba cuanto dolor le costase, porque Ryanon tenía que buscarlo.
Debía encontrar a Sergio.
Durante aquellos casi dos meses de cautiverio en el infierno, Ryanon no solo había sufrido con cada golpe y recuerdo trastornado que los demonios dibujaban en su deteriorada mente, sino también a valorar todos y cada uno de los aspectos que conformaban su vida. Ahora los valoraba, pero también comprendía que muchos de ellos no eran necesarios.
Siempre había amado su larga cabellera escarlata. Era uno de los pocos parecidos que albergaba con su madre, quien había muerto cuando ella aún era pequeña como para comprender la profundidad de la palabra "muerte". Se había pasado horas admirando su reflejo en el espejo en busca de una imagen que le devolviese el recuerdo de su madre; que le hiciera creer que ella aún seguía viva. Se recordaba peinando su larga melena y trenzándola como aquella mujer solía hacer; recordaba a su padre enfadado mientras le ordenaba, con lágrimas en los ojos, que se cambiase el peinado.
Aquellos mechones rojizos no solo eran uno de sus atractivos, sino también un recuerdo y, al mismo tiempo, la primera forma de rebelión contra su padre. Y a pesar de que los amaba con toda su alma, cuando aquel demonio verde llegó a su celda una noche con maquinilla de afeitar, Ryanon comprendió que todo era pasajero y efímero.
Al principio había llorado y suplicado para que no lo hiciera, pero el demonio no había escuchado.
—Solo sigo las órdenes de mi rey, ángel —había dicho aquel ser.
Media hora después, Ryanon tan solo contaba con una fina capa de vello clara y casi imperceptible.
Aquella noche había llorado hasta que de sus ojos no salieron más lágrimas. Sin embargo, a la mañana siguiente uno de los guardias llegó hasta su celda y le dijo:

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IGNIS
ParanormalLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...