Cuatro

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En sus sueños, Cassandra imaginaba que era libre de aquella tortura a la que debía llamar vida. Disfrutaba cuando, dormida, su mente le hacía revivir los buenos momentos. Eran pocos, muy pocos, pero ahí estaban. En ellos podía sentir la nieve bajo sus pies y oír la risa de su madre que, con la mirada empapada en amor, abrazaba a su marido. Él también reía mientras intentaba terminar de contar aquello tan gracioso que los hacía reír a ambos.

En sus recuerdos, su madre no se emborrachaba hasta acabar tirada en algún sucio callejón de la ciudad. Mucho menos la confundía con su hermana mayor, la cual siempre estaba a su lado y aquella misma mujer que le prometía cada día que nunca la abandonaría.

Sin embargo, la realidad era otra. Y en aquel momento no había risas ni historias que contar, sino escalofríos surcando su piel y susurros tenebrosos en su oído.

Temblando, Cassandra miró hacia atrás una vez más. Sus pasos eran apresurados cuando el frío la obligó a cerrar su chaqueta desgastada. Las luces de las farolas parpadeaban a cada paso, como si también temiesen aquello que la perseguía.

—In aeternum —repetía una y otra vez aquella voz.

Cassandra comenzó a correr. Sus pisadas hacían eco entre el vacío de las calles de Deliro cuando pensó en lo sola que estaba. Cuando se dio cuenta de que nadie podría ayudarla. Había sido una estupidez dejar la casa de Sergio tan tarde, pero al fin y al cabo ella era una chica de barrio. Se había criado en la calle, ¿cómo podría haber imaginado aquello?

De repente, su cuerpo fue arrojado a una calle oscura y estrecha. El hedor a putrefacción inundó su nariz cuando se levantó con dificultad del suelo. Entonces, sin poder evitarlo, una mano de cerró sobre su cuello y la empujó hasta la pared más cercana. El dolor la sacudió cuando sintió la piel de su espalda rasgarse. Desesperada comenzó a patalear en un intento de golpear a su agresor. Arañó la mano que tan firmemente se cerraba sobre su cuello, pero nada podía aflojar su agarre.

—¿Qué hace alguien como tú caminando sola tan tarde?

Su voz era grave y masculina, y aunque le doliera admitirlo, de alguna forma u otra tenía un deje seductor e incluso atractivo.

—Suéltame —exigió con el poco aire que llegaba a sus pulmones.

La luz no se atrevió a tocarlo, pero aun así, Cassandra supo que en su rostro se había dibujado una sonrisa siniestra, macabra. Llevando sus manos a su espalda, acercó su cuerpo al de ella. Cassandra tembló al sentir sus manos viajar por su cuello hasta desabrochar con lentitud los botones que cerraban su abrigo.

Más asustada que antes, se revolvió en su contra e intentó empujarlo con toda su fuerza. En cambio, no consiguió nada más que una sujeción mayor y carcajadas limpias y siniestras por su parte. Aire frío azotó su piel cuando él terminó su tarea. Escuchó como suspiraba antes de volver a acariciar su cuello, está vez hasta el principio de su camiseta. Sus dedos tocaban su piel con cuidado, como si fuese de cristal. No obstante, eso no hacía más fácil la situación.

Entonces, un sollozo salió de su garganta cuando los labios de aquel extraño se posaron sobre su piel, arrastrando sus dientes sobre ella poco a poco. Cassandra sintió como su alrededor se tornaba oscuro y borroso. Un pitido molesto y ensordecedor se instaló en sus oídos mientras ella se ahogaba en el pánico. Temblores agresivos sacudieron su cuerpo. El aire le faltaba y ella no podía hacer nada. Más risas retumbaron en su mente mientras pensaba una y otra vez en lo que él podría hacerle. Estaba sola, dolorida e indefensa en algún sucio callejón de la ciudad y aunque tratase de remediarlo, nada podría mejorar.

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