Veintinueve

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El camino hacia el hospital fue tenso y eterno. En aquel coche de ventanas tintadas y asientos oscuros, el silencio era tan grande, que Dante pensó que moriría aplastado por él.

Ya debería estar acostumbrado. Durante los últimos dos meses, su vida había estado cargada de aquel enemigo invisible contra el que no podía luchar. La pérdida de sus amigos había conllevado un nuevo equipo para las misiones. Y Dante lo odiaba. A pesar de que sus nuevos compañeros eran agradables e incluso simpáticos, el ángel no podía dejar de pensar en el sarcasmo inagotable de Ryanon ni en aquella sonrisa dulce que bailaba sobre los labios de Noel cada vez que lograban salvar a un humano. Sus nuevos compañeros se reían y hasta bromeaban, pero Dante no conseguía estar cómodo con ellos. No eran como él. No lo entendían. Y aquella reticencia había afectado al equipo tanto que los días en el trabajo se convirtieron en un infierno en el que nadie se atrevía a hablar. Siempre había silencio.

La cosa no cambiaba mucho en casa. A pesar de que se había intentado convencer de que Cassandra iba a estar bien, lo cierto era que ella nunca lo estaría. Dante había accedido ante la petición de Gabriel y la había llevado hasta las sirenas para borrar todos los recuerdos de Sergio. Pero Cassandra había vivido demasiado con él. Borrarle de su vida no solo era complicado por la cantidad de recuerdos que tenían juntos, sino también por todos los sentimientos que albergaba en su pecho para Sergio. Borrarle la memoria había sido como arrancarle un trozo de corazón y, al fin de cuentas, la poca cordura que le quedaba.

Ahora, lo único que Cassandra hacía era ver la televisión, leer libros, pasear por el cielo e intentar sentirse un poco menos miserable cada día. Pero nunca tenía éxito; y cuando Dante llegaba a casa no le quedaban fuerzas para hacer otra cosa que no fuera lamentarse o simplemente sentarse con él en silencio mientras intentaba llenar aquel hueco en su memoria.

La vida de Dante estaba vacía. Tenía a Cassandra, ¿pero a qué coste?

—Hemos llegado —dijo el chófer desde el asiento delantero.

Dante asintió y se desabrochó el cinturón antes de girarse hacia su general y decir:

—¿Señor?

Gabriel asintió lentamente aun con la mirada fija en sus zapatos, como si el levantar la cabeza y mirar por la ventana el reflejo del hospital fuera a hacer real la situación.

Dante apoyó la mano sobre su hombro y le dio un pequeño empujón. Después, abrió la puerta del coche para salir. El aire fresco azotó con fuerza la piel de su rostro y revolvió sin cuidado los mechones de su ahora descuidado cabello negro. Miró al cielo y esperó con paciencia a que Gabriel saliese del vehículo. No quería ni imaginarse cómo se sentía. Para Dante, Ryanon era parte de su familia. Y el pensar que podría haber muerto le llenaba de un dolor tan profundo que desgarraba hasta lo más profundo de su alma. No obstante, el dolor de un padre frente a la pérdida de su hija... No, debían tener esperanza.

Dos minutos y treinta y tres segundos más tarde, su general salió del vehículo con el mentón alto y la mirada bañada en lágrimas. Parpadeaba cada pocos segundos se rascaba el dorso de la mano izquierda con lentitud y firmeza. Entonces, sin detenerse a mirar a Dante, el arcángel comenzó a andar hasta la entrada del hospital, donde ya se encontraban varios guardaespaldas que contenían a duras penas a los periodistas sedientos de una nueva noticia que explotar.

Dante se permitió respirar profundamente al menos dos veces más antes de seguir el camino marcado por Gabriel. A pesar de no ser un personaje excepcionalmente conocido, los reporteros no dudaron en bombardearle con cientos de preguntas que aún no quería ni podía responder.

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⏰ Última actualización: Feb 20, 2019 ⏰

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