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Gotas de sudor resbalaban sobre su piel cuando Sergio empujó una última vez antes de dejarse caer sobre su cuerpo. Extasiada y más viva de lo que jamás se había sentido, rodeó su cuerpo caliente con los brazos y disfrutó del exquisito cosquilleo que acariciaba su piel. Muchas veces había imaginado cómo sería estar con él. Había pasado noches pensando en sus grandes manos sobre sus caderas, inmovilizándola bajo su cuerpo mientras ambos se entregaban a la pasión. Sin embargo, la realidad superaba con creces todo aquello que pudo imaginar.
Ella había esperado que Sergio se negara. ¡Por Dios, incluso pensó que la dispararía! No obstante, sus labios dibujaron la más pícara de las sonrisas antes de acercarla aún más a su cuerpo y susurrar en su oído:
—¿Me quieres a mí? —la doctora asintió—. Demuéstralo.
Entonces, con pasos apresurados y la piel en llamas, lo había llevado hasta una de las salas de descanso. Ni siquiera pudo comprobar si estaba libre cuando Sergio la empujó sobre el suelo. No hubo dulzura ni gentileza en su toque, sino furia en cada embestida. Era sexo. Sin sentimientos ni ataduras de por medio. Y que la partiese un rayo si no fue lo mejor que había sentido en su vida.
—Suéltame —ordenó él mientras intentaba salir de la prisión de sus brazos.
La doctora lo abrazó un poco más fuerte mientras susurraba cansada las razones por las que debían quedarse un poco más así.
—He dicho que me sueltes —repitió—. Ahora.
De repente, Sergio agarró sus muñecas con fuerza hasta que lo dejó ir. Se levantó y vistió antes de mirarla una última vez. Ella seguí ahí, tumbada y exhausta mientras lo miraba dolida por su actitud. No le importaba si había sido brusco. Mucho menos lo hacía si le había hecho daño. Ella lo quería. Ella había deseado estar con él, Sergio Pretov. Y él lo había permitido. No por gusto, sino por necesidad. Tenía que proteger a su ángel.
Cassandra despertó confundida y asustada en la blanca habitación del hospital. Le dolía la cabeza y notaba la boca seca. Los recuerdos de la madrugada anterior pasaron frente a sus ojos con la fuerza de un huracán. Aún sentía las frías manos de aquel hombre sobre su piel, su aliento abanicando su cuello y su mirada fija en su cuerpo. Necesitaba una ducha para despejar aquella sensación; para deshacerse del odio, asco y vergüenza que sentía. Sin embargo, sus piernas no parecieron desear lo mismo cuando intento levantarse de la camilla.
Estaba cansada y mentalmente destrozada. No entendía que había pasado. ¿Por qué no podía llevar una vida normal como los demás? ¿Por qué debía soportar la miseria y agonía cada día?
Un sollozo escapó de sus labios y sus ojos lloraron de nuevo. Necesitaba un abrazo, un poco de consuelo y un "todo estará bien"; pero lo único que la rodeaba era silencio. Entonces, se puso en pie aun cuando las piernas le temblaban y su visión se tornaba borrosa. Abrió la puerta y caminó por el pasillo esperando encontrar a alguien que pudiese aclarar sus dudas y llamar a Sergio. No era el hombre más responsable ni el más indicado para consolarla y calmar sus miedos, pero sí era la única persona en la que podía confiar. Siempre estuvo allí en los momentos más difíciles y este no sería la excepción. Al menos eso creía.
Tras unos minutos en los que deambuló por los interminables pasillos del hospital, Cassandra detuvo sus pasos para observar cómo Sergio cerraba una puerta a su espalda y terminaba de cerrar la cremallera de su pantalón. Entonces se quedó allí, llorando como una tonta mientras sentía cómo algo se rompía en ella.

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IGNIS
FantastiqueLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...