Trece

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Abrió las puertas del edificio sin esfuerzo, pero con ímpetu. La chaqueta de cuero que cubría sus hombros brillaba con la luz de las velas y sus pisadas hacían eco contra el silencio de la gran sala. Un halo invisible de fuerza y poder lo rodeaba, como si la sensualidad que emanaba no fuera suficiente.

Catalina se escondía entre las sombras de la capilla, creyendo estar protegida por las finas paredes de madera que la construían. Lo vio pasear entre los bancos sin preocupación. Admiró cómo sus dedos acariciaban la mejilla de la estatua y cómo sonreía con nostalgia. Pudo ver en sus ojos algo que hacía mucho tiempo que no se veía por allí. Y es que aquella iglesia llevaba demasiado sin conocer a alguien como él. Un hombre tan poderoso como un rey, tan arrepentido como el que peca queriendo ir al cielo. Pero no fue la melancolía en su mirada lo que la hizo levantarse del asiento y salir de su escondite. No, era su deber. Aquel hombre era, sin ninguna duda, un alma perdida que rogaba auxilio. Y ella, como trabajadora de Dios, debía concederle la ayuda que tanto ansiaba.

—Dios perdona —dijo con voz dulce—. Él es un ser caritativo y bondadoso que entiende que todos podemos desviarnos del buen camino.

Sergio escuchó pasos acercándose por el pasillo que él mismo había recorrido. Había llegado a la iglesia en un intento de despejarse y conseguir nueva información. Cassandra y él estaban estancados en un río de información cuyo cauce estaba seco, borroso y desdibujado en el tamiz del tiempo. Todos aquellos informes, grabaciones y libros que habían leído no encajaban. Hablaban de lo mismo, narraban una trágica historia que siempre acababa de la misma manera; pero ninguno explicaba nada más allá del principio y el final. ¿Por qué nadie pudo frenar el fuego del psiquiátrico a tiempo? ¿Cómo es que nadie sabía de aquello?

No lo entendía y eso le frustraba. No estaba acostumbrado al trabajo de oficina. Él era una persona que amaba el aire fresco y la sensación de libertad que los espacios abiertos ofrecían. No podía aguantar más encerrado en su pequeño departamento casi sin amueblar. Estaba harto de respirar el polvo de los viejos libros. Estaba cansado de verla allí, concentrada mientras el tiempo pasaba y ella parecía no notarlo. Aquella no era su casa. Ese piso siempre fue un refugio, un hogar al que Cassandra pudiera ir cuando quisiera. Una simple llamada y él estaría ahí, apoyándola en los momentos difíciles. Y si para eso tenía que pagar el alquiler de una casa en la que jamás dormiría, que le partiese un rayo si no lo volvería a hacer mil veces más.

Su ángel debía estar cómoda y segura. Todo lo contrario a lo que Sergio sintió al entrar en la iglesia. Recuerdos de su infancia inundaron su mente cuando la mano de aquella pequeña monja se apoyó en su hombro.

—Es un poco tarde para mí.

Sergio se giró y admiró con ternura cómo la mujer tragaba saliva al verlo. Era algo a lo que estaba acostumbrado. Hombres y mujeres se sorprendían al contemplarlo. Su pelo oscuro y aquellos ojos claros eran una combinación perfecta, letal. Sin embargo, a diferencia de lo que todos pensaban, él no se veía de aquella forma. La gente lo veía como un dios, como un ser de belleza absoluta. Pero esto era una fachada, el camino a la perdición. Sergio era malo y Dios debía castigarlo.

—Necesito que me dejes ver los archivos —rogó aun mirándola a los ojos.

Era pequeña, mucho más pequeña que él. Estaba acostumbrado a las mujeres altas o con tacones, pero aquella chica posiblemente llevaba zapatillas de deporte bajo el hábito. Sergio estaría encantado de descubrirlo.

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