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El llanto de una ambulancia hacía eco entre el silencio de la noche en Delirio cuando Cassandra se separó de Dante. Varios disparos se escucharon a lo lejos mientras ella se giraba y observaba con amargura la azotea de aquel viejo edificio. A dos manzanas, una madre lloraba desconsolada mientras abrazaba el cuerpo de su hijo bañado en sangre. Más sirenas se escucharon a lo lejos conforme los disparos cesaban y los llantos empapaban el aire de agonía, tristeza y desolación.
Con pasos lentos y vacilantes, abrazando con los brazos su pequeña cintura y temblando cada vez que un nuevo grito rompía el silencio de la ciudad, Cassandra caminó alrededor de la azotea de la fábrica. Se preguntaba que hacían ahí. Aquel hombre le había dicho que quería que fuese feliz, pero aquel era el último sitio al que no quería ir. ¿Acaso él sabía...?
—Sí —respondió antes de que Cassandra pudiera preguntar—. Quiero tu felicidad, pero para ello debes sanar.
Sin saber bien que hacer, se quedó allí, de pie en medio de la nada mientras lo observaba llegar hasta ella.
—Cuéntamelo —rogó antes de acariciar sus mejillas con suavidad—. Confía en mí, koldka.
Más de aquella extraña paz la rodeó cuando, sin saber bien por qué, lo abrazó. Se aferró a él como el verso a la rima en un poema. A lo loco y sin sentido, pero con un sentimiento tan puro como profundo. Fue entonces cuando sus brazos la rodearon y ella se atrevió a temblar.
Cuando Cassandra abrazaba a Sergio se sentía segura. Sabía que mientras él estuviese a su lado nada malo podría ocurrir. Amaba sus abrazos y amaba sentirse querida, pero detestaba aquel nudo en su garganta cada vez que pensaba en sí misma. Con el paso del tiempo había perdido la noción de quién era en realidad. Siempre estaba demasiado ocupada leyendo, cuidando a su madre e intentando controlar el terror que brotaba en su pecho cada vez que Sergio no cogía el teléfono. Era enfermizo, pero no podía perder a la única persona que le quedaba.
Sin embargo, abrazada a aquel hombre de alas negras como la noche no se sentía segura. No, ella se sentía libre. Cassandra pudo saborear la dulzura de la alegría. Volvió a sentirse fuerte y confiada. No existía el después ni el "y si...". Tan solo estaban ellos dos solos y abrazados en la azotea de la vieja fábrica de galletas.
—No lo hice —murmuró contra su pecho.
Entonces, se separó de él un poco, tan solo lo suficiente como para que él acunase sus mejillas y ella lo mirase con dolor.
—Confía en mí, por favor—rogó Dante una vez más.
—¿Para qué? —preguntó irritada al mismo tiempo que alejaba sus manos de su rostro—. ¿Para reírte de mí? ¿Para no creerme?
Dante la miró dolido y negó con la cabeza. Intentó acercarse a ella y tomar su mano, pero Cassandra dio un paso hacia atrás huyendo de su tacto. Una ola de dolor surcó sus venas cuando vio la tristeza en su mirada. Dante tan solo quería ayudarla, pero para ello Cassandra tendría que confiar en él. Debía dejarse sanar.
—Yo te creo.
—Eso dijo él.
El veneno en su voz lo sorprendió. Dante sabía de quién hablaba y aquello lo enfureció aún más. Cuando Cassandra había despertado sola y desorientada en el hospital un año y medio atrás, Sergio no la había escuchado. Él tan solo la había mirado con dolor e incluso desprecio.
—Eres una cobarde.
Aquellas fueron las primeras palabras que Cassandra había escuchado al despertar. Eran momentos difíciles para ella y lo único que quería era un abrazo, una pizca de amor entre tanta melancolía.

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IGNIS
ParanormalLas normas para sobrevivir eran sencillas y claras: 1.No lo nombres. 2.No lo mires directamente. 3.Jamás lo desees. Cassandra las conocía y nunca se atrevió a incumplir cualquiera de estas tres pautas. ¿Pero cómo no caer en la tentación de a...