Capítulo uno

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Bufó al tirar de la mantita de sofá para taparse hasta los hombros y destapándose por ello los tobillos. Harry pensaría siempre que aquel trozo de tela era ridículo. No entendía su diseño. ¿Quién demonios había pensado en aquellas medidas para el socorrido concepto de sofá y manta? No tenía sentido tener que usar dos si se medía más de un metro con cincuenta centímetros. Le costó tragar saliva cuando, resignado, miró la cesta de mimbre al lado del sofá. Allí había tres mantitas más perfectamente dobladas. Porque ya habían llegado antes a aquella conclusión cuando compraron las dos primeras y pasaron frío la noche que estrenaron su sofá nuevo. Se burlaron, trajeron el edredón de su dormitorio y Alec, terco, apareció al día siguiente con otras dos mantitas de las mismas medidas.

Harry también notó entonces una pesadez al final de su garganta. Aquella sensación solía ser una sincronización perfecta: le costaba tragar, inspirar y automáticamente sus ojos escocían. El ardor trepaba como una criatura experta por su faringe. Tosió como si con ello se fuera a desprender de la sacudida y dio una patada al aire, dejando caer la manta al suelo. Se estiró en el sofá y se colocó boca arriba, abriendo la boca en busca de aire e ignorando las dos lágrimas largas que, debido a la posición, surcaron sus sienes y mojaron los tragos de sus orejas.

Manteniendo aquella postura miró al techo, dio otra bocanada y pensó, una vez más, que deberían haber puesto unos leds empotrables. Él era el decorador de interiores, el experto en sacar el mejor partido a los espacios, pero Alec era implacable con sus gustos. El plafón moderno era vistoso, con líneas plateadas y finas. La calidad que le aportaba a la estancia era indudable.

Al igual que las cortinas en vez de unos estores.

El color mostaza de los sillones en vez de unos en tonos tierra.

La composición de cuadros en vez de las paredes vacías.

Harry había estado a punto de tener ojo crítico con su nueva casa, mientras que Alec únicamente se preocupó por llenar las estancias con la esencia de ambos. Su hogar no tenía que lucir como un catálogo y eso se lo enseñó él. Aprendió mucho en aquella remodelación, menos lo que se suponía que haría con una casa nueva y amueblada que tan solo habían disfrutado juntos durante cuatro meses.

Todavía no tenían claro en qué mueble del baño guardar los repuestos del papel higiénico, si habían elegido bien aquella lavadora de ocasión, o la compañía con la que contrataron el suministro eléctrico. Aún no habían terminado de decidir los asuntos más relevantes sobre su primera casa en propiedad cuando Alec murió.

Porque después de eso llegó el pedido de cojines, la vajilla nueva y las últimas estanterías del pequeño vestidor que diseñaron en la tercera habitación. Y todo aquello había ahogado aún más a Harry. No cambió nada más de la casa, seguía igual que hacía diecisiete meses, con los rodapiés pendientes de pintar y las estanterías sin colocar.

Porque ya no hacía falta decidir o acabar las cosas. Porque eso ya no era importante.

El apretón en su garganta descendió hasta enroscarse en su pecho. Harry llevó una mano a allí y acompañó con ella el pesado movimiento de su respiración. Cerró los ojos y se concentró en los latidos, en el oxígeno que transportaba su sangre y en llenar sus pulmones de aire. Luego se deleitó con el silencio. Volvió a abrir los ojos despacio e intentó no enfocar el plafón del techo. Se incorporó controlando el mareo que sabía que también vendría.

El sonido del timbre de la casa le hizo terminar de erguirse. Le llevó largos segundos el poder levantarse para ir a abrir.

Arrastró sus pies enfundados en calcetines, se colocó sus gafas de vista y estiró el cuello de la holgada camiseta que llevaba puesta al adentrarse en el pasillo. Cuando llegó a la puerta principal y la abrió, la expresión de su amigo Niall cambió. Como siempre, su sonrisa se desdibujó y su postura cayó junto a la de sus hombros. Llevaba una bolsa con forma de táper en las manos. Otro más.

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