0 1/2.

38 6 7
                                    

Al acabar el partido de ayer, los dos cazatalentos de traje se me acercaron, me dijeron que esa misma mañana había llegado a sus manos mi solicitud y que pronto recibiría nuevas noticias. Hasta me estrecharon la mano. Me sentí tan feliz en ese momento, sudada y a punto de desmayarme por el calor. 

Parece ser que no voy a acabar viviendo en la calle después de todo.

Después Zenda vino tras tender mi ropa, le dio otro bocadillo -¿cuántos bocadillos lleva en ese bolso?- a Matías y a mí me obligó a ir a su piso a ducharme con algo que no fuera detergente de marca blanca robado. Me curó la mano otras veinte veces y me mandó a dormir a su sofá antes de medianoche.

Y hoy, después de no hacer nada durante todo el día, por fin ha llegado la noche de la carrera de coches en el puente. El puente, El Jefe. ¡Por fin es mi sábado! 

He tomado prestado un vestido negro de Zen, unos tacones y su maquillaje; se ha peleado con su novio porque no le gusta nada que él lleve lo de las apuestas ilegales de las carreras de coches, ha perdido media hora bailando y cantando desnuda las canciones de Amy Winehouse por toda la casa en vez de prepararse porque según ella "las damas de verdad siempre llegamos diez minutos tarde", y me ha vuelto a recordar que quedar hoy con El Jefe es una idea malísima al darse cuenta de lo nerviosa que estaba. Después por fin hemos salido de su piso.

Cuando llegamos al puente donde es la carrera, me bajo de un salto casi antes de que el coche haya parado por lo que por poco me como la tierra. Esto me pasa por querer ser gimnasta con tacones. Pero, coño, que ya estoy aquí, en el puente. ¡Que aquí está todo Barracas! ¡que está mi encuentro con El Jefe! 

¡Que ya es sábado! No, no, no:

—¡Ya es EL sábado! —chillo cuando distingo las dos figuras altas de mis chicos favoritos.

—¡Hoy se monta una gorda! —exclama Gus compartiendo mi emoción y al estar a mi lado no pierde ni un segundo en revolver mi pelo. El cabrón siempre se empeña en dejarme tan despeinada como él.

Tras darle un puñetazo señalo con la cabeza a un grupo de cuatro chicas con mini falda que pasan por nuestro lado al pillarle mirándolas.

—¿Y tu novia? ¿ya te ha dejado? —me burlo a gritos porque la música que sale de los coches está muy alta.

Gus niega y dice la mentira de siempre, que él es fiel cuando se lo propone.

Compadezco mentalmente a su nueva novia y, cuando Mat llega a nuestro lado, me da un cubata y nos subimos al capó de uno de los coches del parking improvisado. Ahí nos quedamos comentando todo lo que puede ocurrir esta noche. Gus en cinco segundos ya ha desaparecido porque él esta costumbre nuestra de analizar una situación desde fuera lo ve muy aburrido, prefiere estar dentro de la situación en sí. Ser él la situación. 

—¿Cómo está tu madre? —suelto tras quedarnos en silencio viendo cómo Gustavo se aleja. Me giro para observar su expresión, pero como siempre sus ojos evitan los míos.

—Bien. Cuando volví él ya se había vuelto a ir —responde secamente. Vale, lo pillo, soy una aguafiestas por ponerme a hablar de esto—. No hizo nada... solo cogió dinero.

Lo que significa que él y su madre van a pasar otra semana muertos de hambre para que su hermana pequeña pueda llevarse algo a la boca. 

—¡Pero cómo puede ser tan hijo de pu-

—Olvídalo, Nay, no quiero hablar de eso —me frena y yo me siento como una tonta. Tendría que estar calmándole yo a él, no al revés.

Asiento en silencio. Está bien, entonces intentaré animarle, así al menos me siento útil.

La chica del fútbolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora