7.

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Escondo la cabeza debajo de la almohada, pero eso no hace que desaparezca todo el ruido. Empieza a hacer hasta calor.

Cómo se nota que es sábado.

—Déjenme dormir... —¿Milo?

Mi cama se hunde al otro lado.

—No, no, señorito. Vamos, arriba.

Algo me agarra. Son dos brazos que me rodean como si la vida les fuera en ello. 

—¡Nayla, decíle algo! —Siento un tirón. Milo chilla como un cerdo al que van a matar.

Qué he hecho para merecer esto. 

Saco la cabeza de debajo de la almohada y, a pesar de tener todo el pelo en la cara, puedo distinguir a Milo abrazándome como un koala tirado en mi cama mientras Laia le tira de los tobillos para sacarlo del colchón.

Le muerdo el brazo con el que me está aplastando las tetas.

—¡La puta madre que te remil parió! —me grita con cara de haber sido traicionado y la risa me quita el sueño de golpe—. Reíte, pero vos te hundís conmigo.

Antes de que pueda reaccionar, noto cómo me agarra la pierna y, en un abrir y cerrar de ojos, estamos los tres tirados en el suelo. Laia se ríe a carcajadas, sentada al lado de la puerta abierta.

—¡Boluda me partiste la espalda! 

—¡Pero si te has caído sobre mí! —le echo en cara, empujándolo para que deje de aplastarme las piernas.

—¿Qué está pasando aquí? —dejo de intentar volver a morder a Milo porque el puto enano no se aparta y miro hacia arriba para encontrarme con la cabecita de Margot asomada a la puerta con una sonrisa confusa.

—Estos dos pensaban seguir durmiendo y eso que ya son las diez pasadas —le explica Laia cuando recupera el habla y se levanta, sacudiéndose las manos como si acabase de hacer un duro trabajo. Así es como nos obliga a ir a desayunar.

A las doce suena la alarma que avisa de las visitas y Margot sale disparada hacia la entrada, arrástrandome con ella en busca de mis amigos por su obsesión con conocer a gente de Barracas. 

Sin embargo, por el camino nos encontramos con su padre, un hombre de mediana edad con pintas de... de hombre normal de mediana edad. Está un poco calvo y no parece haberle sentado mal el divorcio como le suele pasar a la mayoría. No parece hacerle mucha gracia que su hija se junte con gente de Barracas a juzgar por cómo la ha mirado cuando me ha presentado, igual que papá me miraba a mí cuando traía a Abbie y a Jake a casa. 

Al final divisamos a Zen moviendo los brazos para hacerse ver desde uno de los coches. Ha venido con Andy y Gus, Matías supuestamente no tenía tiempo para venir, igual que casi no ha tenido tiempo para hablarme después de nuestra discusión frente al taller.

—¡Cuántas ganas tenía de verte! —chilla saliendo de él cuando nos acercamos.

—¡Por fin! —exclama Gus, riéndose, viniendo también hacia mí. Entonces pasa por mi lado sin ni siquiera mirarme.

Espera, espera, espera.

—¡Gustavo! —Le meto un empujón, apartándolo de Margot. Ella ya está roja como un tomate. 

—Hostia, si estás tú también aquí. Lo siento, solo me he podido fijar en ella —le guiña el ojo. 

Antes de que pueda asesinarlo, el bolso de Zendaya se me adelanta y aterriza en sus costillas. Lo coge casi al vuelo mientras él lloriquea y un momento después me está abrazando. Tiene mucha fuerza en los brazos para lo enana que es.

La chica del fútbolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora