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Cuando logro abrir los ojos una luz cegadora me obliga a volverlos a cerrar al instante. Me cago en la puta, qué atontada me deja esta mierda, deberían buscarse otra forma de recogerme para mi cita que lo del somnífero está muy visto y casi me ahogan con el pañuelito de las narices.

Vuelvo a abrir los ojos. 

Que no me estén apuntando con una pistola, que no me estén apuntando con una pistola... Vale, sigo enterita y de momento sin ninguna amenaza aparente.

Estoy sentada en un sofá de cuero. No sería raro si no estuviéramos en un almacén de fábrica abandonado de la antigua periferia, antes de que la ciudad creciera. El Jefe compra estos almacenes para fingir que les da usos industriales y así blanquear parte de su dinero. La luz cegadora viene de tres focos. Todo en su conjunto parece el sitio perfecto para grabar algo turbio.

Alguien se aclara la garganta.

Es un gordo con traje sentado en otro sofá frente a mí. Los botones de su chaqueta parecen a punto de romperse por la presión de su barriga y no deja de limpiarse el sudor de la frente con un pañuelo. Es fácil reconocer esa papada de dos metros y ese sombrero negro para ocultar sus canas cincuentonas: el antiguo teniente alcalde, el capullo que robó medio millón aprovechando su puesto. 

¿Qué hace este desecho humano aquí? 

—¿Espera a Carlo Tabone?

Espera, espera, espera.

¿Está hablándome? Vaya, parece que su tolerancia con los pobres ha mejorado. O al menos papá siempre se quejaba de la poca empatía de este hombre con la gente que vive en condiciones precarias cuando volvía de alguna reunión donde trataban temas políticos.

Cuando me recupero del shock le contesto que sí, sonriéndole con burla. Está asustado, pobrecito. 

—¿Y qué haces aquí, guapa? —vuelve a hablar tras aclararse la garganta, pero la voz le sigue saliendo ahogada y se afloja la corbata. Tendría que enterarse que lo que le asfixia de verdad son los kilos de grasa y de mala baba que tiene.

—Recibo órdenes.

Quizá no es tan mala idea lo del somnífero porque sino estaría a punto de darme un ataque al corazón a mí también. 

—Lamento haber interrumpido su tiempo de ocio, giovane donna. —Una voz con un marcado acento italiano me salva de tener que seguir hablando con Griensen. Por fin voy a saber de qué va todo esto.

Los dos gorilas que trabajan como guardaespaldas personales de El Jefe resurgen de las sombras y se colocan a ambos lados del sofá en el que estoy sentada. Uno de ellos siempre me ha parecido bastante guapo y el traje que lleva no le queda nada mal.

Sin embargo, ni sus marcados bíceps evitan que clave mi mirada en las botas de cuero que se acercan. Las hebillas que llevan por poco me dejan ciega. ¿El cuero será de piel humana o algo así?

He aquí, señoras y señores, el gran Carlo Tabone, la persona detrás de la figura de El Jefe, el padre de la mafia, el señor de la ciudad.

Un viejo canoso, delgaducho, que apenas supera el metro setenta y que conseguiría que le diera un ataque a Zenda por su falta de sentido de la moda al ir vestido como todo un vaquero. El más temido de la ciudad. ¿O debería decir el más pauroso? O algo así, como ya te dije con los Tabone son clases gratis de italiano cada vez que se entusiasman. 

—Tengo el enorme piacere de presentarle al señor Griensen, protagonista de la historia que voy a contarle y propietario de la mayor empresa de tecnología de la ciudad. ¡Y de las mejores del país! Recuerdo haber comprado una televisión suya, lástima que la atravesó una especie de... katana —comienza a hablar al mismo tiempo que empieza a dar vueltas alrededor del sofá en el que está sentado el protagonisa de la historia que va a contarme. Su risa es tan espeluznante como la de una hiena. Y como una hiena camina en círculos alrededor del cerdo.

La chica del fútbolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora