Capítulo 35

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Al dejar el Abtao atrás, la última imagen que me acompaña es la del capitán del Caleuche quitándose la capa, levantando la vista al cielo y sonriendo. Para los demás él desapareció. Para mí, por el contrario, el cruzó el portal. El barco es uno en sí, por lo que no lo hizo conmigo. Su imagen no se deshizo en el aire, para mí siguió igual de nítida que siempre. Pero, ahora, él podía ver a Caucau. Una sonrisa tan joven y eterna como los mismos sellos apareció en su rostro.

No pude controlar la lágrima que bajó por mi mejilla cuando ambos amigos se unieron en un abrazo. Nadie debería haber visto esto. Parecía algo tan privado e íntimo que no debí que estar ahí presenciando ese momento, pero no pude despegar los ojos.

Habían pasado años, pero finalmente ambos amigos pudieron continuar su viaje. Caban terminó su trabajo en el Caleuche y Caucau cumplió su promesa de cuidar del Abtao.

Ambos se liberaron de su carga y pudieron continuar su camino.

Fueron a la luz.

***

Recuerdo que tenía como ocho años la primera vez que mis padres me llevaron al continente, por supuesto, los únicos que salían del mar eran ellos, yo me quedaba a una distancia prudente de la costa, siempre escondida y con una ruta fácil para escapar.

Siempre me asustó la forma en que comenzaban a retorcerse al pasar al cuerpo humano, era algo que se me hacía muy antinatural. Las personas tenían un solo cuerpo por algo. No estamos hechos para habitar dos. Creía que podía sentir el dolor de la transformación con solo verlos, lo creí por tanto tiempo que casi me convencí de que así era.

Por supuesto, me equivoqué. Lo que yo veía no era ni cerca el dolor real que la transformación producía. Los rostros de mis padres no dejaban ver la inmensidad del sufrimiento que sentían al dejar el cuerpo de boto. Ahora creo que lo hacían por mí, para que no temiera de ese momento. Intentaban esconderme todo el dolor que sentían para que no me asustara la idea de hacerlo, transformarme en humana.

La espera era larga, ellos se iban en la mañana y volvían en la tarde. Dejaban ropa escondida en una cueva, junto con gorros para cubrir el agujero por el que los botos respiramos, que se encuentra en nuestra coronilla. Todos los tenemos, incluso yo, pero después de cinco años, el mío se ha vuelto tan pequeño que tardo su buen tiempo en encontrarlo con los dedos.

Antes de irse me acariciaban, todavía siento sus manos humanas rugosas y secas en comparación a la piel de boto. Mis ojos seguían sus figuras a la distancia, hasta que se metían en el pueblo y ya no podía seguir viéndolos.

Aunque pasaba todo el día sola, escondida entre las rocas, siempre se sintió como si el tiempo volara. Me encantaba observar la forma en que los humanos se comportaban, me gustaba ver sus diferencias, los distintos colores de sus cabellos, su piel, sus ojos, sus rasgos, sus gestos... todos parecían ser especies en sí mismos. Nunca uno igual a otro. Eso siempre me pareció sorprendente. La individualización. Como botos somos parte de un todo, por supuesto que somos individuos, pero jamás al nivel que un humano puede llegar a serlo.

Los humanos podían llegar a ser héroes. Tenían la capacidad de ser inmortales en el colectivo de los demás, ser recordados aun décadas después de sus muertes. Eso era algo que me fascinaba.

Nunca supe qué era lo que mis padres hacían en el Puerto de Inalaf, pero dado que las visitas eran en periodos regulares, con el tiempo intuí que eran reuniones secretas de algún tipo. Cuando creían que no escuchaba, ellos hablaban de búsquedas, sellos y guerreros. Para estas alturas asumo que buscaban los sellos perdidos, pues no todos habían olvidado a las razas azul, blanca y roja, como nos querían hacer creer.

Alun (La dama gris II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora