Capítulo tres

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O nadie había recibido el aviso o su anfitrión no era lo que se podría decir hospitalario. Cuando los MacNeil llegaron al señorío del Clan Rose, solo había un campesino bastante mayor, dos caballeros de armas y un jovenzuelo achaparrado esperando en el portón de entrada de una muralla de construcción reciente.

—¿No se encuentra el señor de Kilravock o es que no está interesado en recibir a los mensajeros del Rey Juan? —preguntó dirigiendo su mirada a nadie en particular.

Antes de que ninguno de los presentes tuviera tiempo de contestar, apareció de forma intempestiva una joven que formó fila junto el resto y adoptó una actitud recatada, más bien forzada, que no concordaba con su manera de llegar. Fue ella quien respondió al guerrero con la vista clavada en el suelo y las mejillas encarnadas con obvia vergüenza por no haber estado lista a tiempo para su llegada.

—Os ruego disculpéis a Lord Hugh de Rose, milord, me temo que se encuentra algo... —levantó la mirada con algo más de valentía y su voz se fue apagando, una expresión entre confundida y fascinada se dibujó en su rostro, como si no fuese capaz de recordar cómo había pensado terminar su frase— ... ¿indispuesto?    

Acto seguido, la muchacha, volvió a bajar la mirada hasta la parte de sus piernas que la túnica dejaba a la vista y continuó recorriendo la vista hacia arriba sin un ápice de disimulo. Pecho, brazos, cuello, ningún rincón de su cuerpo quedó sin escrutinio. Cuando llegó a sus ojos, tragó saliva y suspiró, sin mostrar tampoco arrepentimiento.

¡Menuda bribona descarada! Brodick estaba sorprendido y genuinamente complacido por el atrevimiento de la muchacha, tanto que le costaba mantener la expresión seria. Era bonita y tenía unos ojos cautivadores, verdes o azules, no estaba convencido, pero de una intensidad arrebatadora que se venían aún más hermosos por las espesas pestañas doradas. Jamás una sierva le había contemplado con tanto detenimiento y esto le hacía sentirse bastante incómodo. Sus ojos mostraban asombro y cautela; y la verdad es que no sabía si le gustaba que le mirase como si se hubiese escapado del mismísimo infierno.

—¿Lo está? —preguntó impaciente Brodick al ver que la muchacha no continuaba.

Sacudió ligeramente la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Cómo decís?

—¿Está vuestro Laird indispuesto? Parecía que lo preguntabais en lugar de anunciarlo —repuso Brodick, expulsado aire por su nariz, demostrando su impaciencia.

—¡Oh, eso! —Avergonzada por ese lapso de su mente, ella exhibió una amplia sonrisa a modo de disculpa y recuperó su perdida compostura—. El señor de Kilravock os atenderá en unos instantes, milord. Se disculpa antes vos y ante nuestro Rey por no haberos recibido como es su deber en el portón, pero en seguida os dispensará su atención en el gran salón donde podréis disfrutar de una copiosa cena de bienvenida.

Fue el turno de Brodick para quedarse en blanco. La sonrisa de la muchacha era fascinante, llenaba de luz su pequeño rostro con forma ovalada y algo tiznado, convirtiendo un rostro que podría pasar por común en uno extraordinario. Hasta sus ojos, que definitivamente eran azules, habían cobrado un brillo diferente: rebelde y sensual. Tenía finas y arqueadas cejas doradas del mismo tono que su pelo, el cual parecía el lugar más dulce donde enterrar las manos. Poseía una pequeña nariz respingona y unos labios llenos y carnosos que daban paso a una barbilla orgullosa. Su piel era límpida, sin mácula. ¡Por Dios que estaba ante una belleza! A Brodick se le erizó el vello de la nuca como si su legendario instinto le estuviese advirtiendo de algún peligro y ocultó una sonrisa por el efecto que la pequeña muchacha causaba en él.

Ella seguía sonriendo, mientras se giraba e invitaba a los recién llegados a que le siguiesen hacía el establo que se encontraba en el fondo oeste de la construcción. En aquel movimiento, Brodick pudo adivinar las curvas llenas de sus caderas, que quedaban marcadas por la túnica marrón, ceñida a su estrecha cintura con una fina tira de piel más clara. Era de estatura media y bien proporcionada.  Las curvas de sus senos eran firmes y plenas: perfectas. No era una mujer voluptuosa, sino más bien delicada y estilizada, aunque con las redondeces justas en los sitios adecuados.

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