Capítulo dieciocho

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Cabalgar nunca había sido una de sus distracciones favoritas, pero tenía que reconocer que sólo cuando se subía a lomos de su yegua y salía de las murallas de su hogar conseguía sentir algo de paz. Mientras su montura la sostenía, medio corriendo, medio volando, por los agrestes campos de brezos y pinos, Sarah notaba que el peso de su corazón se aligeraba un poco, lo suficiente para que dejase de autocompadecerse por un rato.

    Aquel verde profundo e intenso que se extendía como un manto por cada rincón de las Highlands le transmitía una calma que necesitaba casi tanto como el propio aire. De modo que salía a cabalgar todas las mañanas y todas las tardes. Había pedido a los soldados de su padre que no la acompañasen y sólo había conseguido que la dejasen sola a cambio de prometer que no se alejaría lo suficiente de la muralla como para que la perdieran de vista.

    En cuanto se alejaba lo suficiente, dejaba que su rostro compusiese la tristeza de su alma, porque durante el resto del día, mientras estaba con los suyos, no dejaba traslucir sus heridas. No quería que nadie se preocupase por ella y no quería que nadie supiese de su vergüenza. Sólo Ian McNairn. Él sabía. Le miraba con cariño, comprensivo, cuando se quedaba absorta en la cuadra que había ocupado el caballo de Brodick; y estaba segura de que conocía la tristeza que le llenaba, pero no decía nada. El siempre fiel Ian sólo le sonreía.

    Ariadna era otra cuestión. La chiquilla era muy intuitiva y a pesar de que le faltaba delicadeza para decir las cosas, era la única que conseguía hacer sonreír a Sarah. Le decía cosas como: «Mamá dice que si lloro demasiado mis ojos parecerán los de un sapo. Vos parecéis un poco sapo». Y ella reía. En aquellas benditas ocasiones, Ariadna le hacía reír.

    La noche anterior cuando se había sentado en el banco donde Brodick había estado una vez puliendo su espada, Ariadna se había acercado y le había acariciado la mejilla. Lo que le dijo le dejó atónita, pero le hizo sonreír: «No estéis triste. Liam volverá para casarse conmigo. Y traerá al MacNeil». Cómo había sabido la niña lo que latía en su corazón, ella no podría haberlo dicho, pero, a pesar de creer que Brodick jamás volvería, le dedicó la más absoluta de sus sonrisas; era lo menos que podía hacer por la dulce niña que intentaba consolarla.

    Le estaba costando muchísimo superar este trance y no lograba entender como este hombre traicionero había conseguido sacudirla de tal forma que ni siquiera después de varios días luchando por sacarlo de su cabeza, había conseguido avanzar en el olvido. Quería odiarlo, al menos por su traición, pero era incapaz de pensar en él y no quererle con toda su alma.

    Aún se le encogía el pecho cuando pensaba en su bello rostro aceitunado, en sus duras y atractivas facciones, en sus ojos negros, tan salvajes y dulces a la vez. La inundaban constantemente las imágenes de sus besos, el sonido ronco de su voz, como si lo estuviese escuchando en este preciso momento junto a ella. Incluso la fuerza de su presencia parecía sobrevenirle a veces. Si cerraba los ojos podía sentir aquella tensión que recorría sus cuerpos cuando estaban cerca, aquel calor que comenzaba en la boca de su estómago y recorría cada fibra de su ser.

    Un sollozo se escapó de su garganta mientas desmontaba, ya de vuelta en el establo, pero fue la única muestra de lástima que se permitió. Cerró los ojos y sujetó en sus puños las riendas de la yegua para controlar las oleadas de rabia que la recorrían.

    Haciendo acopio de valor, se limpió los pantalones de su hermano que usaba para montar y se dedicó durante unos minutos a cepillar el pelo crespo de la yegua gris. Lía, así la llamaba, era un animal muy dócil, aunque no tenía digamos una belleza indómita, era más bien insulsa y tenía los ojos caídos y tristones. Sarah pensó que aquella montura estaba muy en sintonía con sus actuales sentimientos, porque ella también se sentía insípida y apagada.

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