Prólogo

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Ni siquiera llevaba una semana trabajando y ya había tenido que pedir que me sustituyan en el supermercado. ¿La excusa que me había inventado? Que mi abuela, la cual había fallecido cuando yo tenía cinco años, había muerto. Que estúpida soy. Y todo era porque la verdadera razón no pensaba compartirla con el mundo, ni con nadie. Quizás ni siquiera con mi subconsciente. Mentira.

La realidad era que tenía que ir a la cárcel a ver a mi padre, a mi maldito padre a quien le habían dado una paliza de muerte y estaba en verdadero e inminente peligro de recibir otra. Increíble, ¿verdad? Si hace unos años me hubiesen dicho que iría a verle, incluso si hubieran bromeado con ello, habría acabado llorando y con un gran dolor de estomago de tanto reírme.

No era demasiado agradable esa idea en mi mente, ir a verle era algo de lo más impensable para mí, pero la vida da muchas vueltas, tantas o más de las que podría desear uno.

Así que aquí estaba yo, sentada en mi coche, mentalizándome para salir de mi ''lugar seguro'' para encontrarme con un hombre que, con tan sólo mirarle, hacía que me entrasen ganas de vomitar. No pude evitar que mi mente desvariase por unos minutos con algunos de los recuerdos que tenía con él y cuando aquella debilidad me llevó al recuerdo más doloroso de mi vida sacudí la cabeza tratando de no dejar que me aturdiera. De todas formas, el pasado era pasado y eso no quitaba que fuese mi padre; lo único que me quedaba, él era todo lo que tenía, aunque él también era la razón de que eso fuese cierto.

Puse el seguro a mi auto haciendo que las luces parpadeasen brevemente y comencé a caminar sintiendo los nervios invadir a cada paso mi cuerpo. Primero mi respiración acelerada, la boca entreabierta en busca de aire, mis manos algo sudorosas y finalmente el rechistar de mis dientes fueron las señales de mi inseguridad frente a la idea de encontrarme con el engendro del demonio cara a cara. Jamás había estado tan nerviosa en mi vida y no era para menos.


(...)


Tras unos minutos esperando, sentada sin nada más que hacer que tratar de controlar todo mi ser, la puerta por la que salían los presos se abrió haciéndome mirar en esa dirección, el lugar en el que estaba mi padre, o lo que podía ser de él después de que estuviese recubierto por un montón de moratones y cortes en el rostro.

Un guardia le quitó las esposas indicándole a dónde debía dirigirse y justo en ese momento, nuestras miradas se encontraron. Inmediatamente reconocí al hombre que me había criado, al hombre que me enseñó a montar en bicicleta, el que me enseñó leer, pero también a la persona que era ahora y al hombre que me había arrebatado lo más preciado que jamás había tenido y tendré en lo que me queda de vida.

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral al pensar en aquello mientras luchaba por no devolver lo que había cenado la noche anterior. Oía sus pasos acercarse cada vez más al lugar donde me encontraba, mis nervios a flor de piel me hacían estar alerta a cada estimulo, pero había algo que me tranquilizaba, una pared acristalada que me separaba de él, me separaba de la persona que ahora era y no del hombre que había sido.
Una sonrisa fría y totalmente fingida se espació en sus labios haciendo, si era posible, aún más incómoda y difícil la situación.

60 veces por minutoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora