IX

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Hacía tanto tiempo que los nervios no me jugaban una mala pasada que me sentía orgullosa, aun siendo consciente de que la cena con los padres de mi pareja ­—oficialmente lo éramos desde hace poco más de una semana— iba a terminar mi buena racha. Pero aun así, enfrentando mis miedos y mi negatividad, aquí estaba, en el inmenso salón de la casa de mi suegra. Sí, era algo bastante retorcido.

La casa, técnicamente una mansión, era increíblemente grande. Tenía tres plantas sin contar el sótano, según palabras de la madrastra de Alejandro: tenía 300 metros cuadrados construidos, más un jardín inmenso en la parte trasera, además del jardín que se encontraba en la entrada. Contaba con seis habitaciones y tres baños, dos salones, un estudio y un despacho. La decoración —aunque me sorprendiera— era de lo más rústica, mirases por donde mirases había madera, plantas y sobretodo muchos ventanales dejando entrar toda la luz natural posible. También tenía piscina y por si eso fuese poco, era climatizada.

Todos estos datos curiosos me los contó Rosa, sin dejarse un detalle de la que viene siendo su casa. Pero aquello me hacía plantear algunas preguntas en mi mente ¿De verdad se necesita tanto para ser feliz? Y ya no para ser feliz, simplemente ¿Para qué se necesita tanto?

Mi madre siempre me decía que el vacío que tienen las personas intentan rellenarlo con cosas materiales, ya sea una casa, un coche o un jarrón ¿Será esa la razón? Por un segundo dejé que algunos recuerdos se colasen por mi mente y podía decir que por ese pequeño segundo los disfruté.

Preferí no darle más importancia a mis pensamientos porque me ponía melancólica al recordar a mi madre, además de que me encontraba en casa de la familia de Alejandro y no era quién para hablar de los vacíos de sus corazones cuando el mío parecía un desierto.

Miré a mi alrededor aún con cierto nerviosismo, y me encontré al padre de Alejandro extendiendo su mano y pidiéndome que me acercase. Respiré hondo, casi como si fuese a la guerra, y me acerqué a él sin dudarlo, llegando en unos pocos pasos.

— Buenas noches, señorita —me sonrió dejando que se marquen algunas arrugas en su rostro. Soy Pedro, el padre de Alejandro, tú debes ser Abril, su nueva amiga.

Su presentación había sido de lo más cercana y cómoda hasta que la última palabra me cayó como un jarro de agua fría estropeándolo todo. No fue el hecho de que me llamase ''amiga'' sino el tono de desprecio con el que lo había dicho. ¿Será que Alejandro ha traído a muchas ''amiguitas aquí? No quise pensarlo, no ahora y seguramente no nunca.

— Bueno, si soy Abril y es un placer conocerle señor pero en realidad...

En ese momento las palabras se atascaron en mi garganta, no era capaz de siquiera balbucear algo para que mi mudez no pareciera como si estuviera teniendo un infarto cerebral.

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