IV

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No recuerdo cuanto rato estuve caminando, pero cuando por costumbre miré el reloj me di cuenta de que en poco más de dos horas debería estar trabajando. Mierda. Esa era la señal de que debía volver al piso.


La vuelta fue algo confusa, primero porque no sabía dónde estaba y segundo porque tenía muy claro que me encontraría con Camila y no tenía la cabeza como para discutir con ella.

Unos veinte minutos más tarde me encontraba introduciendo la llave en la cerradura y abriendo la puerta. Al encender la luz de la entrada vi a mi novia de pie, justo frente a mí y con los brazos cruzados. Estaba enfadada y aunque no me gustase reconocerlo, algo de razón tenía.

—Llevo horas esperándote ¿Dónde has estado? —me preguntó furiosa sin descruzar sus brazos recordándome a mi madre echándome la bronca cuando era un adolescente.

Decidí no contestarle, quizás si trataba de pasar del tema la discusión no comenzaría y podría irme a trabajar tranquilo. Caminé a lo largo del pasillo ignorando las miradas de Camila y entré en nuestro cuarto para coger mi ropa del trabajo. Ella solo me siguió a cada paso que daba con toda la intención y ganas de pelear.

— ¿No piensas contestarme? —comenzó de nuevo haciéndome respirar con cierta fuerza. Parecía no entender que en momentos así, de cabreo y de saturación, como la que llevaba un tiempo aguantando, necesitaba espacio.

De nuevo sólo obtuvo silencio de mi parte, no podía ceder ahora si quería ir algo relajado al trabajo y no histérico tras una discusión de las nuestras.

—Has estado con esa camarera ¿cierto? Por eso no te atreves a responderme y mucho menos a mirarme a la cara —alzó la voz persiguiéndome por todo el piso mientras me dispuse a cambiarme.

Esto era ya el colmo, ¿Cómo su retorcida mente podía llegar a imaginarse eso? Era imposible que fuese una persona tan insegura cuando por fuera demostraba pura seguridad.

—Basta, Camila, no vayas por ahí —le advertí con una voz calmada y serena. Tuve que entrar al trapo si no quería que aquello se le fuese de las manos.

—Eso es porque tengo razón. No me puedo creer que ni siquiera me lo reconozcas —el asco y la decepción en su rostro era evidente. Me miraba como si la hubiese traicionado, herido e incluso acuchillado con toda la mala intención. ¿De verdad podía pensar que yo sería capaz de algo como eso? Jamás le hice nada para que pensara de esa manera y mucho menos le di motivos para tener que imaginarse situaciones tan surrealistas.

—No he estado con nadie —dije perdiendo poco a poco los nervios —Así que déjalo ya, no me apetece aguantar tus acusaciones sin sentido —proseguí mientras me dirigía al baño a lavarme la cara para tratar de despejarme. Al menos una vez por semana teníamos esta discusión y aunque me duela aceptarlo, me estaba quemando más de la cuenta.

60 veces por minutoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora