XVIII

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Un huracán de sentimientos se arremolinaba en mi interior y lo único de lo que tenía ganas era de gritar con fuerza hasta que me quedase sin voz ¿Cómo podíamos haber llegado a este punto? No podía explicármelo, nada de lo que pensase o dijera tendría la suficiente lógica para obtener la respuesta que buscaba. Estaba deshecha, total y completamente y lo peor es que no tenía a alguien a mi lado para poder apoyarme y pedir ayuda. Siempre él único fue él, la persona cuyo nombre ni me atrevo a pronunciar.

Ya echaba de menos a ''E'', desde el momento en que me echó de nuestro piso lo hacía, pero no podía consentir que se riera en mi cara, aunque aquello significaba acabar con nuestra relación.

Le amaba, ciegamente, pero no era tan ciega como para no ver lo que ocurría delante de mis narices. Él me había engañado, pero por suerte yo lo hice primero, aunque eso no acababa con el dolor ni con la decepción que sentía, tan solo complicaba las cosas.


Cuando fui echada de nuestra casa, sin bolso, sin móvil, sin nada que me ayudase a salir corriendo de ahí, tuve que caminar lo inimaginable hasta llegar a casa de mi madre. Ella era la única que podía ofrecerme un apoyo, o lo que entendiera ella por apoyo, la que podría escucharme así que me adentré en esa maldita casa que tanto odiaba y timbre esperando que alguien me hubiese oído.
Era tarde, lo suficiente como para que la luna estuviera en su máximo esplendor y el frío calase mis huesos sin compasión, y aquí me encontraba, de pie frente a la casa de mi madre y su marido al que no soportaba, esperando que alguien me abriera antes de que cogiera una neumonía.


La voz de mi madre no tardó en pronunciarse logrando que me sobresaltase al estar distraída con mis pensamientos.

— Seas quien seas no son horas de timbrar —y tras dedicarme esas amables palabras, colgó dejándome con la palabra en la boca. ¿Era enserio? Ni siquiera escuchó si era importante que ya había colgado.
Volví a timbrar, pero esta vez cuando descolgó en telefonillo, hablé antes de que siquiera abriera la boca.

— Mamá, soy yo, déjame pasar que hace un frío horrible — casi pude percibir la sorpresa reflejarse en el rostro de mi madre, pero quizás estuve equivocada por lo que me contestó después.

— ¿Yo quién? —preguntó mientras que yo seguía tratando de arreglar el desastre de mi cara. Había pasado tanto rato llorando que me sentía el rostro hinchado, rojo e incluso sensible al haberme limpiado tantas lágrimas. Seguramente mi maquillaje estaría corrido, pero eso era lo último en lo que podía pensar ahora ya que mis piernas cobraron vida propia comenzando a tiritar.

— Tu hija, madre, tu hija ¿O es que alguien más te llama mamá? —contesté de manera cortante y frustrada.

— Oh perdona, amor ¿Qué tal te va todo? — de nuevo una pregunta de su parte me había dejado de piedra. No podía estar más irritada y ahora también lo estaba con mi madre, ya que me tenía congelada y sin abrirme la puerta.

60 veces por minutoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora