XV

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Tras mi encuentro con Milena algo se había activado en mi interior. Un sentimiento de angustia, de tristeza y sobre todo de notar mi corazón apuñalado una y otra vez se hizo presente en mi pecho. Podía negarme a creer en la causa más evidente, pero no era tan necia como para no darme cuenta cual era el detonante. Lo primero que pensé fue en mi madre. Mi hermosa y extremadamente dulce madre quién dio su vida por mí, haciendo que yo, sin quererlo, fuese la culpable de su temprana muerte.

Ese peso sobre mi espalda me limitaba de una manera de lo más drástica en cuanto a mí día a día, pero me lo merecía por el hecho de haber sido la causante de su ausencia. Si la muerte de alguien como tu madre marcaba tu vida, el hecho de ser tú la culpable te perforaba el corazón a cámara lenta repetidas veces sin que pudieras hacer nada al respecto. Y por más oscuro y dramático que sonase, necesitaba sentir esa responsabilidad sobre mis hombros para así, de alguna manera, seguir manteniéndola en mi vida. Sádico ¿verdad? Pero también completamente cierto.


Y por otra parte estaba mi padre. El hijo de perra que era el otro causante de mi desgracia. Si yo era la culpable, él fue el cuchillo que arrasó con todo, que lo echó por los suelos pisoteándolo y trató de enterrarlo en nuestro propio jardín. Pero lo peor de todo es que mi estado de ánimo no estaba unido a ninguno de los dos hechos anteriores, sino que me sentía destrozada a la vez que arrepentida de mi última visita de hace meses a la cárcel. ¿Cómo podía ser tan malditamente débil y estúpida? Mi respiración se iba acelerando, pensar en todo el tema de mis padres me enfurecía a la vez que me hundía en la miseria y me veía incapaz de controlarlo.

El sentimiento se iba apoderando de mí, las lágrimas ya inundaban mis ojos y poco a poco noté la liberación cuando comenzaron a correr por mis mejillas. Estaba llorando. No era capaz de recordar la última vez que había llorado, aunque siendo sincera en este momento mi mente no estaba en su máximo esplendor para encontrar recuerdos. Y fue entonces cuando un pensamiento fugaz e increíblemente estúpido e impulsivo cruzó mi mente. Tenía que ir a verle, tenía que saber si estaba vivo o muerto, tenía que decirle que le odiaba, le despreciaba y lo haría por el resto de mis días. Tan sólo con eso podría pasar página y dejarlo atrás, recordar sólo los momentos buenos y aprender a vivir con los malos sin que se sientan como pinchazos en el corazón.
Sequé mis lágrimas con las manos y sin pensarlo dos veces me dirigí a donde tenía la estúpida e imprudente necesidad de ir.

De pronto, casi como si hubiese volado, ahí me encontraba yo, en mi coche, aparcada frente a la inmensa valla que me separaba de los ex presidiarios, recordando los sucesos de la última vez que estuve en este lugar. Se sentía como un siniestro deja vú.


Y justo en el momento en el que iba a salir del coche mi teléfono sonó. Pude ver en la pantalla el nombre de Ethan y pensé que era una señal. Quizás debía contestar y aprovechar para pensar dos veces lo que estaba a punto de hacer, quizás debía colgar y seguir mis impulsos por primera vez en mucho tiempo. La decisión era complicada y como era incapaz de aclarar mis pensamientos dejé que el teléfono sonase mientras permanecí sentada en el coche. Segundos más tarde volvió a sonar mi teléfono y de nuevo era Ethan. Y así sonó una tercera, cuarta y quinta vz. Pensé que sería algo importante por lo que decidí contestar dejando apartado por un momento todo mi caos mental.

60 veces por minutoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora