6

338 26 2
                                    

En el pasado.

El colectivo no está completamente lleno pero aún así hay personas paradas que no pudieron encontrar asiento. El reloj anuncia que el mediodía se acerca y mi estomago grita por comida. Me pregunto si las personas a mi al rededor están en igual de condiciones que yo. Me intriga conocer el destino de todas ellas, hacía donde van, de donde vinieron, porqué están acá, y creo que esa es la pregunta más importante de todas.

¿Por qué estamos acá? ¿Qué estamos haciendo acá?

La imagen de mi madre en una cama desarreglada, con sabanas color rosa pálido que reclaman un lavado viene a mi mente, como una estrella fugaz. Cada detalle sigue presente en mi mente. El olor a medicamentos costosos que al final no lograron cumplir su promesa de salvación, el sudor y lágrimas que siempre estaban presentes en su cuerpo, los gritos de mi padre enfurecido porque no mejoraba, como si fuera su culpa y, luego, la misma voz pidiéndole perdón, llorando a un lado de la cama toda la noche, cuidándola. Los recuerdos no me dejan olvidar su sufrimiento, mi sufrimiento y, supongo debo decir, el de mi padre. Pero no quiero pensar en él, eso solo me hundiría más en un pozo donde estoy cayendo. Siempre estoy cayendo. Los recuerdos nos hacen caer.

Anoche fue la primera vez. Una cachetada, limpia y rápida, como si fuera una caricia demasiado fuerte. Creo que siempre estuvo allí, latente, esperando por salir de las manos de mi padre, esperando que mi madre no estuviera para interponerse, para protegerme. Estoy desprotegida. Afirmarlo solo hace que mi miedo vaya en aumento, hasta un punto sin retorno, porque seguiré en estas condiciones un largo tiempo. Días que se transformarán en meses; meses en años; años en eternidad. Y no creo estar preparada para ello. Yo no soy mi madre, tampoco mi padre.

¿Quién soy? He aquí la pregunta más difícil de todas. Una duda existencial que cualquier persona del mundo ha formulado por lo menos una vez en su vida. Y estoy yo. Preguntándome quien soy por primera vez en 14 años, sentada en un colectivo, yendo a donde se supone es mi hogar. ¿Lo es? La respuesta no se hace esperar. No. Sin mi madre allí, ese lugar, es solo una casa hueca y vacía, que alberga un alcohólico con buena reputación y una vida secreta, y su hija pre-adolescente que se hace preguntas filosóficas en un colectivo, cuando debería preguntarse que habrá de comer.

Vuelvo a observar cada una de las personas a mi al rededor. Hace frío afuera pero a la luz del sol uno puede estar sin abrigo tranquilamente. Estamos en esa transición climática donde hay personas en la calle que visten sacos y camperas, mientras que otras lucen remeras y vestidos. Casi todos en el colectivo están con algún que otro abrigo, seguramente porque han salido muy temprano ese día de sus hogares. La mayoría escucha música a través de diminutos, y otros no tan diminutos, auriculares de distintos colores. Algunas transfieren el ritmo que llega a sus oídos, a sus extremidades, como manos y pies, y golpetean alguna zona de los asientos totalmente absortos en un mundo que solo ellos conocen. Nadie me conoce y yo no conozco a nadie, pero aún así compartimos algo: este colectivo. Tal vez la mujer de cartera de imitación barata este escuchando la misma radio que el muchacho de cabellos teñidos de azul, y sin saberlo están compartiendo algo más. En algún rincón de mi mente me imagino que hay posibilidades que la chica con uniforme de colegio privado y mochila exageradamente grande, también comparte algo conmigo. Un padre violento. Abajo de sus ropas, tal vez, haya moretones como los que mi madre intentaba maquillar para mí. Es probable que alguien este atravesando exactamente lo que yo vivo, y desde el fondo de mi corazón deseo ser la única.

El conductor frena bruscamente y el chico de cabellos azules se tropieza. Accidentalmente golpea a la mujer de cartera falsa, estoy esperando por presenciar una discusión pero nunca llega. Ambos se disculpan amablemente con una sonrisa y siguen escuchando detenidamente sus radios. Yo estoy sentada en el fondo del vehículo sin música y con mis pensamientos. Llegamos a una parada y descienden un grupo de personas, emprendiendo sus diferentes caminos. Yo no tengo uno en especial, solamente quiero sentir que pertenezco a algo, en este caso el colectivo, tan solo por un rato. No quiero volver a casa, quiero ir a cualquier lugar excepto allí. De pronto una idea aparece en mi mente.

Ojala dejara de existir.

Quiero encontrarme con mi madre, la quiero junto a mí para toda la eternidad. Pero me ha sido arrebatada. No. Ella es libre ahora y yo estoy ocupando su lugar. La estoy relevando de su trabajo más doloroso que ha tenido que atravesar jamas. Ser la esposa de mi padre. Ella estuvo en cada momento, en cada borrachera, en cada enojo salvaje, ella estuvo allí. Impidiendo que los golpes me llegaran y ahora se ha ido para siempre. No estoy preparada para suplantarla, no soy como ella, no soy mi madre, soy Ana y no tengo chance alguna. Quiero irme. Quiero dejarme ir hasta llegar a ella.

Ahora el sol, que iluminaba el lado izquierdo del colectivo, se posa sobre el lado contrario, donde estoy yo. Rápidamente sube la temperatura en este sector del vehículo y todos, como si fuera una coreografía programa y ensayada con meses de anticipación, se quitan sus respectivos abrigos. Camperas, sacos de hilo, buzos deportivos. Delante mío se encuentra en un asiento individual un joven que lleva puesto una campera con capucha tan grande que no deja ver su cuello. Al quitársela deja ver un tatuaje a la altura de la nuca, en letras negras y cursivas. Me quedo sin aire por un segundo y siento como mi cuerpo, de repente, no pesa nada en absoluto. La gravedad no existe por unos segundos. En la nuca bronceada del muchacho se lee:

NEVER SURRENDER (Nunca te rindas)

Y es todo lo que necesito. Es una señal, no puede ser otra cosa. Ahora lo sé. Siento que ese muchacho no tiene derecho  a llevar ese tatuaje, y que de alguna forma siempre debió estar en mi piel, pero no es así, él tiene su historia al igual que yo. Él no puede rendirse. Yo no puedo rendirme por ella, por mi y en parte por mi padre también, porque él sigue siendo mi padre después de todo. Tengo el futuro a mis pies y voy a tomarlo con manos firmes. Me voy a aferrar a la vida y voy a sobrevivir. Porque no puedo contestar a todas mis preguntas ahora mismo, pero si a una de ellas.

¿Qué estamos haciendo acá? Estamos sobreviviendo.

La Silenciosa Ana. (editado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora