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Lucas sintió un fuerte tirón en el tobillo antes de que una llamarada de dolor se extendiera por toda su pierna, amenazando su de por sí ya escaso equilibrio. Reprimió el grito que luchaba por salir de su garganta y siguió caminando como si nada le sucediera.

—No tienes por qué hacer esto, hermanito. Podemos usar el ascensor si quieres —le dijo su hermana, mirándolo con preocupación.

—Estoy bien —gruñó Lucas en respuesta, antes de seguir tirando de sus muletas escaleras arriba.

Era solo un pequeño tramo que separaba la planta baja del primer piso, a donde se dirigía cada sábado a la mañana sin falta. Veinte escalones que anteriormente podría haber recorrido en unos cuantos segundos a paso apresurado, corriendo incluso, si así lo hubiera deseado. Pero ya no podía correr, ni siquiera caminar sin la ayuda de esas malditas muletas. Nada había sido lo mismo desde aquel estúpido accidente, un mes atrás, que le había quitado algo muchísimo más importante de la movilidad en su tobillo.

Si el cielo sabía que gustoso dejaría que le amputasen las piernas a cambio de tener a Bianca de vuelta.

Finalmente llegó al último escalón, justo a tiempo para iniciar una nueva reunión semanal con su grupo de apoyo del hospital.

Al principio le había parecido una reverenda tontería asistir a esas reuniones. Nunca había sido la clase de persona que les contaban sus problemas a otras. Es más, detestaba hablar de sí mismo casi tanto como detestaba las zanahorias. Pero los días que pasó encerrado en el hospital le hicieron ver lo tremendamente solo que se sentía. Que estaba, en realidad.

Sus compañeros del equipo de futbol lo habían visitado solo una vez en el hospital; nunca se atrevieron a pasar por casa o siquiera volver a llamar. Camila se había pasado por allí casi a diario, pero solo unos cuantos minutos antes de salir corriendo a quién sabe dónde. La única vez que había estado sentada frente a él más de veinte minutos, había sido gracias a Tomás. Lucas no había salido fácilmente de su sorpresa al verlo allí, porque era una visita que realmente no se esperaba. Tomás había estado distante con todos ellos mucho tiempo antes del accidente, por lo que no creía que alguien tan despreocupado como él se dignaría a visitar a sus antiguos amigos. Solo cuando Camila abandonó la habitación para hablar con la señora Martín y visitar un rato a Alex, fue que Tomás confesó cómo se había cruzado a su amiga en el camino y que una vez en la puerta del hospital no había encontrado razón para negarse a entrar. Eso le había explicado por qué Cami traía puesta una sudadera el doble de grande que ella y por qué su cabello estaba tan mojado como si acabara de salir de una pileta.

Y aunque Tomás había ido a jugar un par de veces videojuegos en su casa esas semanas y Camila le había mandado mensajes cada noche, ninguno de ellos sabía cómo se sentía. Si, Cami había perdido a su mejor amiga y Tomás también extrañaba muchísimo a Bianca, pero ninguno de ellos cargaba con la culpa que él cargaba. Porque si Lucas no hubiera sido tan imprudente, si hubiera visto el camión a tiempo, si no hubiera estado tan distraído pensando en Alex esa noche como lo había estado, nunca hubieran chocado. Si no hubiera sido tan estúpido, Bianca estaría viva en esos momentos y él no tendría que cargar con el pensamiento de que él la había matado.

Era por eso que asistía al grupo de apoyo. Porque era incapaz de dormir por las noches pensando en su mejor amiga y en la forma injusta que había acabado con su vida. Porque necesitaba que alguien le dijera que todo estaría bien, alguien que realmente hubiera pasado por lo mismo que él y no solo una psicóloga o sus padres. Porque era egoísta y quería dejar de tener que evitar los ojos de la señora Cohen cada vez que la veía, atormentado por la culpa que lo invadía.

—¡Lucas! Es bueno verte, hombre —Marcos, un chico que rondaba los veintitrés y que frecuentaba el grupo desde seis meses antes que él, se acercó a saludarlo mientras le ofrecía un asiento a su lado.

—¿Qué tal has estado esta semana, Lucas? —preguntó Janice una vez que él hubo tomado asiento, una señora en sus cuarenta que había fundado el grupo.

—Siendo sinceros... —comenzó él, acomodándose en su silla—, yo...

—Lo siento —dijo una voz femenina desde la puerta—. Vengo de parte de la doctora Contreras. Siento llegar tarde, pensé que empezaban nueve y treinta.

—No hay problema, querida —contestó Janice sonriéndole a la adolescente que se había acercado al círculo de personas que estaban reunidas ese día—. ¿Cómo te llamas?

—Alex, Alexandra —respondió la joven, colocándose un mechón de su corto cabello pelirrojo tras su oreja izquierda.

Lucas vio cómo su amiga se mordía el labio luego de contestar a esa pregunta, escondiendo las manos bajo sus piernas. Estaba evidentemente nerviosa y parecía concentrada en evitar específicamente sus ojos, por mucho que él la mirara tan intensamente como lo hacía.

No la había visto desde que había despertado. La señora Martín le había informado que Alex había salido bien del coma, pero él no se había atrevido a pasar por su habitación o su casa. Sabía que no podría soportar mirar esos ojos chocolate que tan bien conocía y ver proyectados en ellos el rechazo que él sentía por sí mismo.

Pero ahora que la veía no podía evitar notar lo mucho que había cambiado. Cualquiera que la viera la reconocería con facilidad, pero Lucas sabía mejor que nadie que esa Alex no era la misma que él había conocido por diez largos años. Y no lo decía solo porque llevara su cabello caoba a la altura de los hombros cuando antes había sido largo hasta la cintura, o por las bolsas oscuras que enmarcaban sus ojos. Eran los ojos mismos el reflejo vivo del cambio que se había producido en su interior. Donde antes habían estado llenos de vida y dulzura, ahora solo se vislumbraba un inagotable vacío. También había frialdad, una frialdad que nunca hubieras encontrado en los ojos de la antigua Alex.

—¿Quieres contarnos que te sucedió, cariño? —prosiguió Janice, dirigiéndose a Alex al notar que él no seguiría hablando.

—Lo cierto es que no —respondió Alexandra cortante, tomando asiento lo más lejos posible de Lucas. Janice no se inmutó por su tono, simplemente asintió en un gesto de comprensión, antes de interrogar con la mirada a Lucas para ver si él quería proseguir.

Al notar el gesto ausente del muchacho, cedió la palabra a otro integrante del pequeño grupo de ayuda.

Alex evitó la persistente mirada de Lucas durante el resto de la reunión, obligándolo a tener que esperar al final de la misma para interceptarla.

—Lex, espera —le pidió Lucas cuando ella intentó bajar corriendo las escaleras. Alex gruñó por lo bajo, maldiciendo interiormente el hecho de que incluso en muletas Lucas había sido más rápido que ella.

Se deshizo bruscamente de la mano de Lucas que sostenía su codo con delicadeza, antes de espetarle con furia:

—Déjame en paz.

Lucas parecía dispuesto a insistir, así que Alex cortó su discurso antes de que empezara a hablar.

—No me busques, no me hables, porque yo no voy a contestarte. No quiero verte nunca más en mi vida. Solo déjame en paz —sentenció sin siquiera mirarle, antes de alejarse finalmente de él, dejando a Lucas con lágrimas en los ojos y el corazón roto en mil pedazos.

Las alas de un ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora