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Camila suspiró sonoramente al verse parada frente a la puerta del bar. En serio, ¿en qué rayos estaba pensando cuando aceptó trabajar en ese lugar?

Ah sí, en todas las cuentas sin pagar que su madre había dejado olvidadas sobre la mesa el último mes. Y en los tres días que habían quedado a oscuras porque el dinero no había llegado antes del vencimiento de la última factura de electricidad.

Aun así, cuando se había propuesto buscar empleo, nunca había imaginado que terminaría trabajando en un pub. Mucho menos como camarera. ¡Ni siquiera tenía la coordinación pies-manos que necesitaba para el trabajo! Pero era una paga justa, trabajabas solo los fines de semanas y, con un poco de suerte, hasta conseguías buenas propinas. Además, no podría decirse que era uno de los peores bares de la ciudad. Y como solo dejaban pasar a mayores de veintiuno, muy estrictos en este sentido, no corría riesgo de ser vista por alguno de sus compañeros.

Su padre llevaba seis meses desempleado. Su madre trabajaba como cajera en una pastelería y su hermana, incluso estudiando en la universidad, había tomado trabajos de niñera tres veces a la semana, pero sin el sueldo de su padre no había forma que esos pequeños ingresos les alcanzara. Así que Camila, con dieciocho recién cumplidos, se había visto obligada a trabajar en Inferno, el bar que pertenecía al padre de uno de los amigos de su hermana Julieta, quien le había conseguido el empleo.

Pero nadie le había informado de los jueves de pelea clandestina. Suponía que la palabra clandestina tenía algo que ver en eso.

David, el amigo de Julieta, le había pedido que cubriera unos turnos ese día. Se suponía que no trabajaría los jueves, teniendo escuela al otro día; pero en cuanto le había dicho que le pagaría el doble la jornada, no había dudado en aceptar. Necesitaba el dinero no solo para ayudar a su familia, sino también para la computadora para la que estaba ahorrando, que necesitaría usar una vez que entrara a la universidad.

Las peleas eran algo así como una mezcla de boxeo, kickboxing y karate. En otras palabras, dos tipos masacrándose uno a otro sin reglas de por medio. Al parecer, se realizaban alrededor de toda la ciudad y tenían un fiel público bastante aceptable, con mucho dinero en los bolsillos que no les importaba desperdiciar en apuestas o tragos. Y esa noche todo el espectáculo se desarrollaría en el sótano de Inferno, donde a la policía no se le ocurriría buscar.

Camila se ató su cabello castaño oscuro en una coleta alta y se puso el delantal con el logo de un diablillo sobre el uniforme, antes de agarrar la bandeja que Brenda, otra de las empleadas, le pasaba.

—Ten cuidado esta noche —le advirtió la otra muchacha, que no debía superar los veintidós que también tenía su hermana—. Los asistentes tienden a ponerse demasiado alegres luego de un par de botellas y una buena pelea.

Camila asintió, dispuesta a marcharse a cubrir su turno.

—Te toca el VIP esta noche, Cami —la detuvo David, quien obraba de administrador de local en nombre de su padre—. Ya otro día te tocara la diversión del infierno —agregó, guiñándole un ojo antes de alejarse a la otra punta del local sin que Camila pudiera agradecerle el gesto de dejarla en el lugar más a salvo que podría estar trabajando en una discoteca.

El primer par de horas Cami permaneció prácticamente sentada junto a la barra, atendiendo de vez en cuando a una parejita aislada. Gonzalo, el barman de la pista principal, le había dicho que era por las peleas. La mayoría de sus clientes de la noche habían venido por ellas. Aunque no había algo así como un torneo, varios luchadores eran conocidos entre los fanáticos a dicha actividad. Cuando Camila le preguntó cómo sabía tanto del tema, Gonzalo respondió que había tenido un primo que, por un tiempo, había participado en las peleas.

—Lo dejó luego de conseguir un trabajo como profesor en un gimnasio —le comentó, mientras preparaba un Martini que le habían pedido en una de las escazas mesas ocupadas—. Era bueno, pero sabía lo peligroso que era meterse en ello. Hay tantas armas como dinero envuelto. Y otras cosas. Escuché sobre casos de extorsión contra algunos luchadores que quisieron abandonar. Además más de uno termina cayendo en las drogas. Cosa brava.

—Es horrible que se siga permitiendo —replicó Camila, indignada con lo que escuchaba de los labios de Gonzalo. Ella siempre había sido una persona muy crítica contra todo tipo de violencia. El barman solo se encogió de hombros.

—Las apuestas dan buen dinero que pocos están dispuesto a soltar. Y hay chicos que lo necesitan. Mi primo se metió en eso cuando enfermó su hermana y necesitaba pagar la medicación. A veces hacer cosas malas nos ayudan a conseguir cosas buenas para los demás.

Camila no estaba muy segura de que el fin justificara los medios, pero no se atrevió a discutir. Siguió disfrutando de la relativa paz del club hasta que las peleas en el sótano terminaron.



Tomás se balanceó a la zona VIP apoyándose junto a Barry. Una de las chicas que lo había visto pelear lo había invitado a pasar un rato con ella en la pista más exclusiva de Inferno, el bar donde había ido a luchar esa noche. Y de donde no solo había salido victorioso, sino también con un buen fajo de billetes y una par de preciosas chicas que querían pasar tiempo con él.

El gorila que custodiaba la zona VIP lo miró receloso, pero lo dejó pasar en cuanto Jennifer (o Jena, en realidad no lo recordaba), vino en su búsqueda.

—Te estaba esperando —le susurró con voz melosa, enganchando sus brazos alrededor de su cuello, separándolo finalmente de Barry.

Tomás aceptó las caricias que le proporcionaba la sensual rubia junto a él con una sonrisa complacida, susurrándole palabras tiernas que había repetido a mil otras, pasando sus labios por el cuello de la muchacha de vez en cuando.

—¿Les sirvo algo? —interrumpió su intercambio de arrumacos con la rubia una voz que se le antojó familiar.

Llevaba ya unas cuantas copas de más encima, por lo que le costó enfocar la vista en la camarera que les hablaba y casi fue incapaz de reconocerla en medio de las luces de colores que atravesaban el lugar.

Pero los ojos de cervatillo y la nariz respingada de la muchacha frente a él, que solía arrugarse de una forma graciosa cuando algo la molesta, justo como ahora, eran imposibles de olvidar.

—¿Cami? —preguntó con voz pastosa, sintiendo que la lengua se le trababa a cada letra que pronunciaba.

—Un Cosmopolitan para mí y ¿una cerveza? —interrumpió Jennifer-Jena, sin apartar sus ojos azules de los suyos. Tomás asintió despacio, antes de girarse nuevamente a Camila. Pero la muchacha ya había desaparecido rumbo a la barra seguramente, por lo que él simplemente se limitó a afianzar su agarre en la cintura de la rubia y devorar su boca hasta que llegaran sus bebidas, sus sentidos demasiado embobados como para concentrase en lo realmente extraño que era su presencia allí.

El Cosmopolitan y la cerveza se posaron sobre la mesita frente a ellos sin que ninguno de los dos lo notara, por lo que Tomás perdió nuevamente la oportunidad de hablar con su amiga para preguntarle qué rayos hacía trabajando en ese lugar.

Camila simplemente se dedicó a dejar sus bebidas, tomar la paga y la propina que le dio una de las amigas de la chica que las había pedido y retirarse de allí con una mueca de disgusto en el rostro por el espectáculo que estaban dando Tomás y esa rubia desvergonzada. Una ligera aversión hacia el muchacho había surgido en esos minutos, sin que ella supiera por qué. Ni siquiera le interesaba saber qué hacía Tomás allí. Fuera lo que fuera, era su maldito problema, no el de ella.

La noche siguió para ambos de muy diferentes maneras. Camila soportó la larga jornada atendiendo toda clase de clientes, esquivando vómitos, limpiando mesas y repartiendo tragos. Tomás pasó de chica en chica y de trago en trago, hasta que en algún momento de la noche todo se volvió negro a su alrededor, sin saber la enorme sorpresa que se encontraría al despertar.

Las alas de un ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora