Capítulo 17. El coleccionista.

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— ¿Quién está ahí? —preguntó Valia horrorizada. Tanto su corazón como el de Terro latían intensamente, acompasados en un ritmo que era producto de un miedo que penetraba profundamente en sus huesos.

La silueta oscura decidió dar tres pasos hacia delante, lo que hizo que su rostro y torso quedasen iluminados por una luz celeste, mientras que sus extremidades inferiores aún permanecían ocultas. El extraño que se encontraba en aquella habitación tenía un aspecto distintivo, muy diferente al de cualquier anciano que habitase al sur de Amagonia. No obstante, sus marcadas arrugas y las protuberantes verrugas que brotaban por toda su cara como si se tratasen de hongos, parecían marcar una edad más allá de la esperanza de vida media.

El cabello del anciano, si es que tenía, estaba oculto por una capucha de color caqui, del mismo tono presente en el tejido del que estaba hecha su vestimenta, una larga túnica muy sencilla. Por último, dos ojos blanquecinos, sin brillo y bastante separados remataban aquel peculiar rostro de aspecto casi animal.

—La pregunta no es quién está ahí, sino cómo habéis llegado a mi atelier. Nadie debe cruzar la puerta sin mi beneplácito —respondió el anciano con una voz muy grave, de sonido desgastado.

—Lo sentimos —contestó Valia. Se sentía aliviada al saber que la posible amenaza no era más que una persona anciana.

—Eso no es suficiente —indicó el anciano dando varios pasos más en dirección a Terro y Valia. ¡Cómo habéis llegado hasta aquí! —chilló el anciano con gran ímpetu repitiendo por segunda vez aquella frase. Mientras caminaba alzó sus brazos y terminó mostrando sus manos, extremadamente envejecidas y deformes. Los huesos correspondientes a las falanges estaban completamente desviados, un signo de artritis reumatoide avanzada.

—Nos hemos perdido y hemos encontrado este sitio para escapar del frío —afirmó Terro con gran seguridad en su respuesta.

—¡Mientes! —gritó el anciano todavía avanzando lentamente.

—¡No miento! —vociferó Terro comenzando a llenarse de mal humor. No quería ser grosero con aquel extraño pero odiaba que le llamasen mentiroso.

—¡Eso lo decidiré yo! —finalizó diciendo el extraño. Al abrir su boca mostró unos dientes afilados, puntiagudos en exceso para haberse formado de manera natural.

Una vez terminó de decir la frase, Valia comenzó a sentirse mal. Desconocía la causa pero notaba sus pies muy pesados, tanto como si se hubieran transformado en pedazos bruscos de plomo.

—¡No puedo moverme! —exclamó Valia. Sus cejas se arquearon mientras giraba la cabeza para dedicarle una mirada de extrañeza a Terro.

—¡Yo tampoco! —replicó Terro tratando de hacer un esfuerzo por mover sus piernas. El aturdimiento que estaba sufriendo su cuerpo había comenzado tan solo unos segundos antes, por lo que prácticamente acababa de darse cuenta de lo que algo no iba bien.

Los dos muchachos no lograban explicarse qué podía estar sucediendo. Este efecto solo podría haberse logrado a través de un envenenamiento o una intoxicación debida a alguna sustancia paralizante. Otra opción que se le pasaba a Terro por la mente era la de que alguien hubiese susurrado allí, pero eso era imposible; el anciano solo había abierto la boca para chillar varias veces.

Apenas medio minuto más tarde, Valia, Terro, Klaudia e incluso Borina habían perdido la capacidad de mover voluntariamente todos y cada uno de sus músculos. A pesar de esto, las funciones reguladoras de sus organismos seguían teniendo lugar, por lo que sus corazones seguían latiendo y sus pulmones oxigenando sus cuerpos.

Susurradores del Bosque #GoldenWingsAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora