Se atisba un cambio

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Ya termina la cosecha, ya se va el verano», sentenció Ana Shirley mientras contemplaba con ojos soñadores los campos segados. Había estado recogiendo manzanas en la huerta de «Tejas Verdes» en compañía de Diana Barry y ahora se hallaban las dos descansando de sus labores en un soleado rincón al que llegaba una brisa todavía templada y llena del aroma de los heléchos del Bosque Embrujado.
Pero todo el paisaje anunciaba ya el otoño. El mar bramaba sordamente en la distancia; los campos parecían desnudos y marchitos, salpicados de espigas doradas; el valle del arroyuelo, más allá de «Tejas Verdes», estaba cubierto de ásteres de un etéreo color púrpura y el Lago de las Aguas Refulgentes se había tornado azul... azul... azul; y no era el inconstante azul de la primavera, ni el pálido azulado del verano, sino un azul limpio, inmutable, sereno, como si el agua, tras superar todos los cambios y estados emocionales, hubiera caído en una paz imposible de quebrar con veleidosos sueños.
—Ha sido un hermoso verano —dijo Diana haciendo girar con una sonrisa el nuevo anillo que lucía en su mano izquierda—, y la boda de la señorita Lavendar ha sido un magnífico broche de oro. Supongo que el señor Irving y su esposa estarán a estas horas en las costas del Pacífico.
—A mí me parece que ha pasado ya tanto tiempo como para que hubieran dado la vuelta al mundo —suspiró Ana—. Parece mentira que haya pasado sólo una semana desde que se casaron. Todo ha cambiado. La señorita Lavendar y los Alian se han ido. ¡Qué solitaria parece la misión con todas las persianas cerradas! Pasé por allí anoche y me hizo el efecto de que todo estuviera muerto.
—Nunca tendremos otro pastor tan agradable como el señor Alian —dijo Diana con calurosa convicción—. Creo que este invierno tendremos toda clase de suplentes y la mitad de los domingos no habrá prédica; y Gilbert y tú os vais, ¡va a ser muy aburrido!
—Fred estará aquí —insinuó Ana con intención.
—¿Cuándo se muda la señora Lynde? —preguntó Diana como si no hubiera oído la última observación de Ana.
—Mañana. Me alegro de que venga; aunque significará otro cambio. Ayer, Marilla y yo limpiamos el cuarto de huéspedes. Puedes imaginarte cómo me disgustó la tarea. Mira: será una tontería pero me parecía un sacrilegio. Ese viejo cuarto siempre fue para mí algo sagrado. De niña lo veía como el lugar más hermoso del mundo. Hubiera dado lo que no tenía por dormir en un cuarto de huéspedes, pero en el de «Tejas Verdes»... ¡oh no, allí jamás! Habría sido terrible, no habría pegado un ojo en toda la noche. Cuando Marilla me enviaba allí, no caminaba; andaba de puntillas, conteniendo la respiración, como en una iglesia y me sentía aliviada cuando salía. George Whitefield y el Duque de Wellington, uno a cada lado del espejo, me contemplaban fijamente, especialmente si me atrevía a mirarme al espejo, por cierto el único de toda la casa donde mi cara no se reflejaba un poco torcida. Me maravillaba que Marilla se atreviera a limpiar ese cuarto. Y ahora no sólo está limpio, sino completamente desocupado. Whitefield y Wellington han sido arrinconados en el rellano superior. «Así pasa la gloria de este mundo» —concluyó Ana con una risa que tenía algo de pena—. No es agradable profanar nuestros antiguos ídolos, aun cuando los hayamos abandonado.
—Estaré tan sola cuando te hayas ido —se lamentó Diana por centésima vez—, ¡y pensar que te irás la semana que viene!
—Pero todavía estamos juntas —dijo Ana alegremente—; que la próxima semana no nos robe la alegría de ésta. Yo misma detesto la idea de marcharme; ¡mi hogar y yo somos tan buenos amigos!... ¡Sentirse sola! Soy yo quien debería quejarse. Tú te quedas aquí con todos tus viejos amigos... y con Fred. Mientras, yo estaré entre extraños.
—Excepto Gilbert... y Charlie Sloane —dijo Diana imitando la ironía de su amiga.
—Charlie será un gran consuelo, por supuesto —asintió Ana sarcásticamente.
Y las dos irresponsables damitas se echaron a reír. Diana sabía lo que Ana opinaba sobre Charlie Sloane; pero, a pesar de sus confidencias, no sabía con precisión lo que pensaba de Gilbert Blythe. Ni siquiera la misma Ana lo sabía.
—Todo lo que sé es que los muchachos se alojarán en el otro extremo de Kingsport —continuó Ana—. Estoy contenta de ir a Redmond y sé que después de un tiempo me gustará. Pero las primeras semanas serán duras. Por lo demás, tendré el consuelo de escapar a casa los fines de semana, como cuando iba a la Academia de la Reina. Navidad parece estar a mil años.
—Todo cambia... o va a cambiar —dijo Diana tristemente—. Presiento que nada volverá a ser como antes, Ana.
—Parece que hemos llegado a un cruce de caminos —exclamó Ana pensativamente—. Debemos separarnos. ¿Te parece que crecer es tan agradable como lo imaginábamos cuando niñas?
—No sé; hay cosas que están bien —respondió Diana acariciando su anillo con aquella sonrisita que hacía sentirse a Ana repentinamente excluida y sin experiencia—. Pero veo muchas cosas confusas. A veces el ser mayor me asusta y daría cualquier cosa por ser otra vez una niña.
—Ya nos acostumbraremos —repuso Ana alegremente—. No pueden seguir surgiendo cosas inesperadas a cada momento; aunque, para mí, son éstas las que dan sal a la vida. Tenemos dieciocho años, Diana. Dos más y serán veinte. Cuando tenía diez años veía los veinte como una lejana edad madura. Poco más y estarás convertida en una juiciosa y madura señora, y yo seré la tía solterona que vendrá a visitarte durante las vacaciones. Siempre me reservarás un rinconcito; ¿no es cierto, Dianita? Claro que no el cuarto de huéspedes. Las solteronas no pueden aspirar a dormir allí: yo seré tan humilde como Uriah Heep y me contentaré con un lugar en el altillo.
—¡Qué tonterías estás diciendo, Ana! —rió Diana—. Tú te casarás con un hombre guapo, elegante y rico. Ningún cuarto de huéspedes en Avonlea será bastante suntuoso para ti y ahuecarás la nariz cuando veas a tus amigos de la juventud.
—Sería una pena; mi nariz no está mal, pero si la ahueco queda horrorosa —dijo Ana dándose golpecitos en ella—. Y no tengo unos rasgos tan bellos como para echarla a perder; de cualquier modo, aunque me casara con el Rey de la Isla de los Caníbales, no pasaría ante ti con la nariz levantada.
Otra alegre carcajada y las jovencitas se separaron: Diana para regresar a «La Cuesta del Huerto»; Ana para ir hasta la oficina de correos. Allí la esperaba una carta. Cuando Gilbert Blythe la alcanzó en el puente sobre el Lago de las Aguas Refulgentes, estaba chispeante de excitación.
—¡Priscilla Grant también va a Redmond! —exclamó Ana—. ¿No es fantástico? Tenía la esperanza de que fuera, pero ella no creía que su padre se lo permitiera. Sin embargo lo ha hecho. Junto a Priscilla soy capaz de afrontar cualquier cosa, hasta a los profesores de Redmond, todos juntos.
—Creo que nos gustará Kingsport —dijo Gilbert—. Me han dicho que es una vieja aldea, con el parque natural más hermoso del mundo y un paisaje magnífico.
—Dudo que sea más hermoso que esto —murmuró Ana, con la mirada amante y transfigurada de aquellos para quienes el hogar es el lugar más hermoso del mundo, no importa qué paraísos pueda haber bajo otros cielos.
Estaban acodados en el puente, embebidos en el encanto del crepúsculo, exactamente donde Ana había subido de su bote anegado aquel día en que Elaine flotaba hacia Camelot. Aunque el cielo estaba aún teñido de púrpura, el reflejo de la luna prestaba a las aguas una plateada irrealidad de ensueño. Mientras, el recuerdo tejía un mágico y sutil encantamiento entre los dos jóvenes.
—Estás pensativa, Ana —dijo él por fin.
—Temo que si hablo o me muevo toda esta magnífica belleza se desvanecerá como un silencio roto —suspiró ella.
De pronto la mano del joven se posó sobre la de Ana, blanca y delicada, que descansaba en la baranda. Veláronse sus ojos castaños y algo de los sueños que estremecían su alma pugnó por brotar de sus labios entreabiertos. Pero ella retiró su mano y se volvió vivamente. El encanto del crepúsculo se disipó.
—Debo regresar a casa —exclamó con indiferencia algo exagerada—. Marilla estaba con dolor de cabeza esta tarde y con toda seguridad los mellizos andarán haciendo de las suyas. No debí permanecer fuera tanto tiempo.
De camino a casa habló de cosas sin importancia y Gilbert apenas pudo intercalar una que otra palabra. Fue un alivio para ella que se separaran. Desde que se le reveló en «La Morada del Eco», su corazón abrigaba un nuevo sentimiento hacia Gilbert, algo que alteraba la camaradería de los días escolares y amenazaba ocupar su lugar.
—Nunca me había alegrado de que Gilbert se fuera —pensó, entre resentida y apenada, mientras subía la cuesta—. Nuestra amistad se perderá si insiste en sus tonterías. No debe ocurrir y no lo permitiré. ¡Oh, por qué los chicos serán tan irrazonables!
Tenía la molesta sensación de que no era precisamente razonable sentir aún sobre su mano la cálida presión de la de Gilbert tan nítidamente como la había sentido en aquel brevísimo momento; y menos aún que fuera una impresión placentera tan distinta a la que sintiera ante un gesto idéntico de Charlie Sloane, hacía tres noches, durante una fiesta en White Sands. El ingrato recuerdo la estremeció. Pero todos los problemas relacionados con sus enamorados desaparecieron de su mente no bien se sumergió en la prosaica atmósfera de la cocina de «Tejas Verdes», donde un chiquillo de ocho años lloraba amargamente sobre un sillón.
—¿Qué sucede, Davy? —le preguntó tomándolo en sus brazos—. ¿Dónde están Marilla y Dora?
—Marilla fue a acostar a Dora —sollozó el niño—. Dora se cayó por las escaleras del sótano y se raspó la nariz y...
—Oh, bueno, no llores, querido. Claro que es una pena, pero así no remediarás nada. Mañana Dora estará bien. Llorar, nunca sirve de ayuda, y...
—Yo no lloro porque Dora se cayó al sótano —dijo el niño interrumpiendo el sermón—. Lloro porque no estaba allí para verla. No sé por qué me tengo que perder siempre las cosas divertidas.
—¡Oh, Davy!... —Ana ahogó una carcajada—. ¿Te parece divertido que la pobre Dora caiga y se haga daño?
—No se lastimó mucho —dijo Davy desafiante—. Claro que si se hubiera muerto estaría realmente triste, Ana. Pero los Keith no se mueren así como así. Me parece que somos como los Blewett. Herb se cayó del henal el miércoles pasado y rodó hasta la cuadra, donde tienen encerrado un potro salvaje, y fué a dar justo bajo sus patas; y así y todo salió con sólo tres huesos rotos. La señora Lynde dice que hay tipos que no se mueren ni a cañonazos. ¿Vendrá mañana la señora Lynde, Ana?
—Sí, Davy. Espero que serás amable y bueno con ella.
—Seré bueno y amable. ¿Pero será ella quien me llevará a dormir todas las noches?
—Puede ser..., ¿por qué?
—Porque si lo hace —dijo Davy firmemente— no rezaré mis oraciones delante de ella como lo hago contigo.
—¿Por qué no?
—Porque no me gusta hablar con Dios delante de extraños, Ana. Dora puede rezar junto con la señora Lynde, si quiere, pero yo no lo haré. Esperaré a que se vaya. ¿No te parece bien, Ana?
—Sí, si estás seguro de no olvidarte.
—Te prometo que no me olvidaré. Rezar me gusta mucho. Pero no será igual hacerlo solo como contigo. Me gustaría que te quedaras en casa, Ana. No comprendo por qué quieres irte y dejarnos.
—No es que quiera irme, Davy, sino que tengo que hacerlo.
—Si no quieres no lo hagas. Eres grande. Cuando yo sea mayor no voy a hacer ni una sola cosa de la que no tenga ganas.
—Toda tu vida tendrás que hacer cosas que no deseas, Davy.
—Yo no —dijo Davy enfáticamente—; ¡ya verás! Ahora tengo que hacerlas porque si no Manila y tú me mandáis a la cama. Pero cuando crezca no podréis y nadie me obligará a hacer lo que no quiera. ¡Qué bien lo voy a pasar! Milty Boulter dijo que su madre dice que vas a la universidad a pescar un novio. ¿Es cierto, Ana? Dímelo.
Por un segundo, Ana sintió ira. Pero luego pensó que unas palabras tan groseras como los de la señora Boulter no podían herirla.
—No, Davy, no es cierto. Voy a estudiar, investigar y aprender muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Mil cosas —respondió Ana.
—Pero si quisieras pescar un novio, ¿cómo lo harías? Quiero saber... —insistía Davy, fascinado por el tema.
—Es mejor que lo preguntes a la señora Boulter —dijo la joven sin pensar—. Creo que ella sabe de eso más que yo.
—Le preguntaré en cuanto la vea —asintió Davy muy serio.
—¡Davy! ¡Si te atreves!... —exclamó ella comprendiendo su error.
—Pero si tú me dijiste... —protestó el niño, agraviado.
—Es hora de dormir —ordenó Ana como escapatoria.
Después de acostar al chiquillo, Ana fue hasta la isla Victoria y se sentó allí, sola, envuelta en la sutil y melancólica luz de la luna, mientras el arroyo y la brisa parloteaban alegremente. Ana siempre había amado aquel arroyuelo. Más de un sueño había enhebrado sobre sus aguas brillantes. Olvidó a sus enamorados, las habladurías de las maliciosas vecinas y todos los problemas de su juvenil existencia. En su imaginación navegó por mares lejanos que bañaban las distantes playas de los «hechizados países para enamorados» donde yacían Atlante y Elíseo, llevando como piloto a la Estrella Vespertina, rumbo a la tierra del Amor.
Y fue más rica en fantasías que en realidades; porque lo que se ve, pasa; mas lo invisible es eterno.

ANA LA  DE LA ISLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora